En 1869, el Dr. Camilo Casares, atendiendo a un muchacho de no más de catorce años y constitución linfática que padecía de una ulcera en la pierna derecha, le suministró grandes dosis de condurango, raíz que crece casi silvestre en la provincia de Loja y que le había mandado de regalo su colega el Dr. Javier Eguiguren y a los pocos días puso al chico sano y bueno de la ulcera y andando sin dificultad. Entonces Casares se alegró tantísimo que llamó a Mr. Corin, Ministro de Inglaterra en Quito, para que conociera su descubrimiento, el remedio contra las ulceras o saratanes, vulgarmente llamados cánceres.
Corin, que no ha de haber sabido nada de medicina, inmediatamente dio la noticia a su Patria y los principales médicos de Europa empezaron a enterarse de ese milagroso condurango por diversas publicaciones científicas, de manera que en pocos meses comenzaron a llover los pedidos de la raíz o fuete, cuyo nombre es quechua y significa “Cóndor duro” y los hermanos Ordóñez Lazo invirtieron en grandes plantaciones para exportarlo. Las primeras muestras fueron envasadas para Londres y Hamburgo pero no dieron el resultado apetecido y todo quedó en simple novelería; sin embargo, los médicos nacionales no se dieron por vencidos y hasta bien entrado el siglo XX seguían recetando condurango en emplastos e infusiones amargas, así se había tratado al presidente Diego Noboa, de quien se dice que falleció a causa de un cáncer a la garganta, porque en esta última parte fue donde se le inició, aunque después le tomó la zona de la lengua y es que había fumado toda su vida.
El Dr. Ascencio Gándara era considerado en 1890 como uno de los más importantes facultativos de Quito pues sostenía la teoría que no existía mejor cura que la propia naturaleza, para lo cual había que ayudarla a expulsar los malos fluidos del cuerpo del enfermo. Su método consistía en recetar con discreción cataplasmas, emplastos, frotaciones y parches y muy rara vez algún jarabe, píldora o sangría. Cuando visitaba a sus enfermos los observaba con gran atención hasta descubrir la causa del mal, entonces decía: “Ele, ahí esta la condición (causa) pasando al ataque con mucha sagacidad para no agravarla.”
En sus comidas era sumamente cuidadoso y solo tomaba una media copita de vino tinto al día, rehusando beber líquidos. También se decía que cuando le servían locros de papas se ponía muy serio y sacando una varita de papel tornasol procedía a medir su grado de acidez o alcalinidad. Si el locro estaba alcalino lo ingería con gran placidez, pero si por desgracia estaba ácido debido al quesillo que contenía, montaba en santas furias y lo desechaba con rabia, diciendo: ¡Esto es veneno, está fermentado! así era de escrupuloso.
De otros médicos también se decían cosas parecidas o peores, que entonces la profesión no estaba muy desarrollada como ahora y se daba de todo en la mata. Así, por ejemplo, había un medico en Quito que curaba la pleuresía a base de raquetazos, con el resultado que sus enfermos, si sobrevivían, le cogían pavor.
El caso era muy sencillo, la pleuresía consiste en que se llenan de líquido los espacios interpleurales y sube la fiebre y la infección. La curación se realizaba con una raqueta de madera con agujas que se calentaban al rojo blanco; entonces, sin que el enfermo se diera cuenta, se lo acostaba boca abajo y aplicaba tremendo raquetazo, para que las agujas penetraran a la pleura, retirándolas en seguida, para que el líquido pudiera salir y quedara la región descongestionada. Sin embargo, era tan grande el dolor, que los enfermos terminaban desmayados después del primer raquetazo pues el líquido pleural hervía al salir a la superficie. Para colmos se formaba una champa colorada en el sitio donde se aplicaba el raquetazo, por hinchada y quemada. Nadiese dejaba aplicar el segundo raquetazo al día siguiente, aunque se me aseguró que el tratamiento se componía de tres y que lo usaban hasta en Europa.
De una parejita guayaquileña de recién casados supe que habían ido a pasar la luna de miel a Barcelona donde se enfermó el novio y le dieron los tres raquetazos, pero los dos últimos con inyecciones de morfina para aplacarle el dolor, de suerte que lo curaron de la pleuresía, pero lo dejaron aficionadísimos a esa droga y regresó convertido en una morfinómano, hasta que se suicidó años después a causa de dicho vicio o enfermedad.
La morfina entonces causaba furor y se recetaba para todo triquitraque. Yo logró conocer en Guayaquil a un doctor que habla sido muy famoso, pero que por el vicio a esa droga había perdido su clientela y prácticamente vivía de la caridad del prójimo; “temblaba al caminar y era de ver los apuros que pasaba para poder trasladarse de un lugar a otro donde tenía su consultorio y sus pantallas radiográficas”. Se decía que en su juventud había sido un rumboso caballero, amado por las damas y hasta perseguido por ellas.
De los años 20 también fueron los vicios literarios tales como las gotas de ajenjo, la ampolla de cloral, la afrancesada coquein vulgo cocaína, etc.que junto al divino opio, hacían dormir y soñar en países lejanos y paisajes raros, en viajes a Citerea; en fin, en todo aquello que, por ser inalcanzable, el hombre ansia.
Los jóvenes literatos que no morían suicidados, llegaban a la siguiente etapa de la vida totalmente destruidos; de allí que los padres se asustaban cuando alguien en la familia salía escribiendo poemas, ya lo dijo Verlain “Cuando nace un poeta la madre naturaleza grita horror y lo maldice como a la peor desgracia que le pudiera suceder. Así eran esos tiempos, no tan lejanos, aunque ya olvidados.