148. Los Hermanos Valdivieso y La Atahualpaia

Para enero de 1830 Colombia la grande desaparecía sumergida en el caos, la anarquía y la más completa confusión, los últimos rezagos de unidad se habían esfumado con el fracaso del «Congreso Admirable» que presidió Sucre, ante cuyo organismo renunció el Presidente Bolívar, entregando sus funciones para alejarse definitivamente de Bogotá, con destino a Londres, donde esperaba envejecer y morir. Mientras tanto el General Páez en Venezuela había segregado esos territorios y una «Misión Amistosa» presidida por el propio Sucre, fracasó al no poder ingresar a esos territorios porque les habían prohibido el paso en la frontera.

El «Congreso Admirable» adoptó una nueva Constitución y asumió la presidencia de Colombia el Dr. Joaquín Mosquera, hombre de carácter serio y de probada capacidad administrativa, pero que no tenía ni la popularidad ni el don de mando necesarios para el momento. A esto vino a sumarse el acta separatista del Cauca, donde los Generales Hilario López y José María Obando pronunciaron a una gran mayoría de ciudadanos por la separación de Colombia.

El Presidente Mosquera no atinaba a impedir la anarquía que se veía venir de todos lados y desesperaba en su gabinete de la capital. Solo Bolívar, con su natural talento político y comprendiendo que el mayor peligro podría salir de Quito, rogó a Sucre que viaje a esa ciudad, a controlar la situación; sin embargo, ya era tarde, porque los viejos políticos quiteños, algunos de ellos sobrevivientes de la masacre del 2 de Agosto y los más de las guerras del año 12, ya lo tenía decidido y hasta contaban con la aquiescencia del General Juan José Flores, Prefecto del Departamento, que largamente había venido ejerciendo el mando civil y militar a la sombra de Bolívar.

Entonces confluyeron en Flores las condiciones necesarias para gestar el golpe de Estado y proclamar la autonomía del distrito Sur de la Gran Colombia. Era joven, simpático, amable y muy ducho en el arte de agradar a las personas, al punto que todos lo querían y admiraban y hasta llegaban al adulo para granjearse su poderosa protección. La tropa y oficialidad veían en él al único hombre capaz de salvar el orden y conseguir el dinero necesario para seguirlos manteniendo y como el rancho es lo primero, unían a su nombre y su partido como tabla de salvación.

Además, y desde antaño, reinaba en las primeras clases quiteñas un afán autonomista que buscaba a toda costa la independencia. En 1817 y luego de 1824 el Dr. Antonio Ante había conspirado sin éxito; poco después los hermanos Guillermo y José Félix Valdivieso quisieron fundar la república de la Atahualpaia, nombre tomado de la historia, del último Inca o Rey de estos territorios, según lo ha afirmado el Dr. Julio Tobar Donoso.

Aún no se había publicado en Quito la historia del Padre Juan de Velasco, quien dio a conocer la existencia de una Confederación Quitu Puruhá anterior al Incario, que denominó impropiamente con el nombre de Reino de Quito, cuando solo fue una federación con fines ofensivos y defensivos y no un todo o ente político; por eso, a nadie se le ocurría llamarnos Quito.

Pero los intentos separatistas ya anotados eran movimientos aislados que no tenían repercusiones fuera de la capital; en cambio, en la inquieta Guayaquil, los acontecimientos habían revestido una gravedad mayor por la invasión armada del Perú. En 1830 Flores creyó conveniente mover al Cabildo quiteño compuesto en su mayor parte por amigos personales, para obtener la separación definitiva de Colombia y en mayo empezó a recibir adhesiones y parabienes de toda la República, donde también contaba con núcleos de notables que apoyaban sus designios.

Poco después moría Sucre asesinado en las montañas de Berruecos y Flores pudo dedicarse a gobernar en paz con sus amigos, camarilla de talentos limitados que no se atrevían a desobedecerle.  Flores era un hombre superior, de eso no cabe duda, pero su falta de consistencia doctrinaria le imposibilitaba gobernar con sólidos principios; para él, gobernar, era simplemente mandar y se creía predestinado porque el Libertador en sus últimos meses de gobierno, ya desprovisto de todo favor popular y odiado por las clases intelectuales, así se lo había recomendado. Además «el haber sido venezolano o sea extranjero, sin mayor formación política o cultural, ambiguo en la medida que se decía liberal, pero se identificaba en el fondo con los conservadores, encarnación del mestizaje, caótico como administrador, talentoso y emotivo, hizo que no luciera una personalidad clara y segura, estable y confiable, capaz de impulsar a la nación en forma ordenada y positiva.» Sin embargo, sobre este juicio hay mucho más que decir de él, pues era firme en sus propósitos y empeños, y por eso se cultivó en su retiro de Babahoyo y hasta llegó a hacer versos que luego publicaría una de sus hijas con el título de «Ocios Poéticos». Tampoco era tan emotivo como se ha dicho, pues se dominaba cuando le convenía y pactaba con sus mayores enemigos como sucedió con Rocafuerte y García Moreno. Calculador y hasta siniestro, hilaba fino para acabar con sus opositores y no trepidó en poner su espada libertadora al servicio de un hijo de la reina María Luisa, instándole a venir a América a reiniciar la colonia. Era pues, un maniático perseguidor del poder, un monomaníaco que no podía vivir sin ejercer mando, su único tema, propiamente.

En lo físico era muy atrayente, estatura normal, cuerpo musculoso y magro, de temperamento nervioso, siempre activo y rápido en sus movimientos que tenían la elegancia adquirida en los mejores salones de Colombia, donde conquistaba con un fino gracejo popular bien administrado, sin que jamás se le escapara ningún detalle que pudiera traicionar su agradabilísima fisonomía, donde un rostro blanco, pulcramente afeitado, un bigote recortado, los pómulos algo salientes, la boca fina, el pelo negro y ligeramente ondulado y escaso y unos vivísimos ojos azules, lucían toda la apostura y garbo de un centauro de nuestra independencia.

Pero Flores no se engañaba, sabía perfectamente que fuera de sus íntimos, su nombre no despertaba simpatías. Conocía por experiencia que el pueblo no acostumbraba opinar y que el poder político lo detentaban los aristócratas en las ciudades y justamente por eso se sentía tranquilo, sus mejores batallas gustaba ganarlas en los salones con la intriga y las buenas maneras, para lo cual estaba magníficamente, dotado y aún hoy asombra la audacia que supo desplegar en su vida.

Con tan malos auspicios nacimos a la libertad en mayo de 1830 y si a esto se suma que las arcas fiscales estaban vacías, que el circulante escaseaba, que el ejército tenía exhausta nuestra pobre economía y que una general apatía volvía todo gris, se comprenderá mejor el pobre destino que le reservaba la historia a la República, por lo menos, en sus primeros años. Solo unos cuantos viejos próceres, masones, democratizantes y discípulos de Jeremías Bentham, guardaban en silencio la llama de la rebelión, que pronto alumbraría a Quito en forma de un impreso, con el glorioso nombre de «El Quiteño Libre» y bajo la guía del Coronel Francisco Hall.