140. Recuerdos del Libertador en la familia Vivero

Cuando el Dr. Juan José Vivero y Toledo, Cura Presbítero de la doctrina de Jipijapa, escribió a su amigo el Dr. José Ignacio de Cortázar y Lavayen, recomendándole muy señaladamente a su hermano menor Luis Fernando, para que le sirva de secretario, no se imaginaba que le estaba formando un brillante futuro en el puerto de Guayaquil.

El joven recomendado acababa de graduarse de abogado y todos pensaban que debía quedarse a vivir en Quito donde tenía parientes y favorecedores, pero tan bien se empezaron a llevar el Dr. Cortázar y su nuevo secretario, que cuando pasó en 1.816 a gobernar la Diócesis de Cuenca le solicitó que lo acompañe; sin embargo el prelado falleció al poco tiempo – el 18 de Julio de 1.818 – de solamente sesenta y tres años de edad, dejando a su secretario el ejemplo de una vida dedicada al servicio al prójimo y por lo tanto digna y provechosa, pero nada más. I como ningún profesional se muere de hambre Vivero regresó a Guayaquil y de veinte y ocho años de edad abrió su estudio profesional, frecuentando a la dulce jovencita Francisca Garaycoa Llaguno, sobrina segunda del Obispo Cortázar, a quien había conocido en casa de él y con la cual había iniciado un tímido romance.  Poco después la solicitaba en matrimonio, tuvieron un hogar modelo y larga progenie. 

La familia Vivero Garaycoa se formó con ternura y afecto. Su mausoleo y epitafios recuerdan en el cementerio con cuanta devoción se quisieron. Unos a otros, padres, hijos y hermanos se dedican palabras de cariño y cordialidad, lamentan sus muertes y piden al creador el descanso eterno, anhelando seguir al más allá para continuar los vínculos rotos en la tierra. Es la magia del cristianismo, me aseguró cierto amigo cuando juntos visitábamos el camposanto. Solo el profundo sentimiento de la religión puede ligar con tanta fuerza a un grupo familiar.

Los Vivero Garaycoa fueron José, Simona, Simón, Josefa, Francisco y Eufemia y refiere la tradición que cierta noche de noviembre cayó el Libertador de visita en el hogar del Doctor Vivero, nada menos que acompañado de Olmedo, con quien ya se habían avenido superando el distanciamiento de 1.822 por la forzada anexión de Guayaquil a Colombia. Ambos se sentaron cerca del corredor y de pronto el mayor de los niños salió a recibirlos ilusionado por el brillo de los colores del uniforme que vestía Bolívar, quién lo sentó en sus rodillas y jugó con él, oyendo que doña Francisca la dueña de casa se quejaba de su ociosidad pues todavía no aprendía a leer. – ¡A ver Pepito! ¿Por qué es eso? La cartilla es mala y muy trabajosa. -Veámosla, dijo el Libertador – tráela enseguida. El chico corrió al interior y regresó con ella dándosela a Bolívar, que luego de examinarla exclamó ¡Qué horror! ¡Está malísima! Ud. Olmedo se encargará de escribir una nueva para Pepito y yo vendré personalmente a tomar las lecciones.

Días después estaba compuesto el «Alfabeto para un niño», libro de lectura en verso con un cuadro moral aún no comprendido en nuestra América, víctima de la demagogia y la tiranía, donde se analiza con profunda belleza los principales valores de la civilización.  

Olmedo superó la tarea encomendada y su «Alfabeto» sirve en cualquier edad. Pepito no tuvo trabajo en aprenderlo de memoria, recitándolo en menos que canta un gallo al asombrado Bolívar cuando éste volvió a visitarle, quitándose la fama de ocioso que hasta ese día tenía bien ganada en su casa. Entonces Bolívar lo premió con dulces y confites y a poco le mandó su busto para que lo conservara. Demás está decir que el Alfabeto se popularizó enseguida como cartilla cívica y de lectura.

Recuerdo que hasta por 1.950 la Sociedad Filantrópica del Guayas con ocasión de su aniversario de Fundación, imprimía unas hermosísimas cartillas con el «Alfabeto para un niño» que distribuía generosamente en la ciudad. Eran los tiempos de gloria de esa institución y su imprenta competía con las mejores del puerto. Hoy nada queda de tanta grandeza editorial a no ser el recuerdo feliz del pasado y una que otra cartilla amarillenta en algún oscuro rincón escolar. Mas, la Cartilla original y autógrafa de Olmedo y el busto de Bolívar, fueron conservados por Pepito Vivero hasta que viejo y enfermo falleció en La Serena en 1.878, dejándolas a su viuda la poetisa Angela Caamaño de Vivero, que meses después también murió. La última propietaria conocida fue su hermana Josefa Vivero de González que las mantuvo hasta 1.899, año de su fallecimiento, habiendo pasado sus bienes al Albacea el notable historiador panameño Juan Bautista Pérez y Soto.                  

Doña Josefa Vivero había casado con Belisario González Benítes, hijo del prócer colombiano General Vicente González que desempeñó la Gobernación de Cuenca durante los días de Colombia y de Manuela Benítes Franco, hermana a su vez de los Capitanes Francisco y Luis Benítes muertos en la segunda batalla de Huachi el 12 de septiembre de 1.821. Con tan gloriosos parientes doña Josefa y su esposo se convirtieron en fervorosos admiradores de la memoria del Libertador en Guayaquil. Ambos formaban una pareja ideal a pesar de no tener hijos, pues eran muy ricos, harto generosos y se preocupaban por la niñez con frecuentes donaciones.

La muerte de don Belisario ocurrió en Guayaquil en 22 de Septiembre de 1.867 de enfermedad y no de otra cosa y se cuenta qué su viuda se negó a dejarlo enterrar so pretexto que estaba tan bien embalsamado que no era necesario pues había dispuesto la construcción del más hermoso mausoleo de la ciudad, que tendría forma de capilla para  una de las naves del interior de la Catedral; pero como las obras se encargaron a Italia y no terminaban pronto, el cadáver permaneció más de un año en un cuarto cerrado del domicilio, sirviendo para que el populacho tejiera las más  tenebrosas leyendas. Al fin la capilla estuvo lista y con un suspiro de alivio del vecindario fue trasladado el ilustre don Belisario a su última morada, con renovadas muestras de pesar de su viuda, que juraba no volverse a casar ni asistir a fiestas, dedicándose únicamente a guardar su memoria y por supuesto la del Libertador también. En el interim tan excelente dama había contratado a varias chicas de Vinces para que trabajaran de domésticas en su casa, indicándoles que don Belisario estaba algo enfermo en su cuarto, cuya puerta no debían abrir, pues solo ella lo atendía. Todo iba bien los primeros días hasta que la curiosidad hacía que la fámula abriera la puerta y se encontrara con el cadáver momificado, cómodamente sentado en un sillón. Mirar la escena, pegar un grito y bajar las escaleras a toda carrera era solo uno, sin preocuparse de volver por la ropa, pues mandaban a alguien a recogerla. I así tuvo la buena de doña Josefa varias domésticas en solo un año.