132B. Una fatidico bergantín

En 1841 el Mariscal Andrés de Santa Cruz. ex-presidente de la Confederación Peruano-boliviana, derrocado por sus enemigos huyó de Lima con dirección al Norte, en el antiguo Bergantín “Eudomilia” entonces conocido como “Reina Victoria”.

El “Reina Victoria” se perdió por algunos meses en nuestras pesquisas y solo lo volvemos a hallar fondeado al sur de la ciudad en enero de 1842, levando anclas con dirección a las costas del Chocó y Panamá. Para marzo estaba de vuelta con mercaderías consignadas a la Casa Industrial Pohlemmus y Mickle. El l de Julio volvía al norte y regresó el 31 de agosto portando el espantoso mal. Un anónimo viajero de los muchos que compraron pasaje en Panamá se enfermó durante el trayecto y murió en alta mar contagiando a los demás.

DESESPERADA CARRERA POR LA SALUD

Un barco ballenero norteamericano que estaba de paso por las islas Galápagos avisó al entonces Coronel José María Villamil de la presencia de la peste en las costas mexicanas y centroamericanas. El intrépido prócer sin perder un minuto viajó a Guayaquil y arribó a escasos dos días de diferencia con el “Reina Victoria”, que ya había fondeado.

La noticia se propagó entre el vecindario y llegó a oídos del Cabildo, que en sesión del 5 de septiembre discutió el punto y solicitó al Gobernador que todo buque procedente del norte fondeare en la puntilla de Santa Elena, en espera de la visita sanitaria para casos de emergencia; sin embargo, recién el día 9 se ofició la petición y la recibió Ángel de Tola y Salcedo, interino en ausencia de Vicente Rocafuerte, a la sazón en Quito, en asuntos políticos.

Por estos días comenzaron a algunos guayaquileños a enfermar pero el Médico de Sanidad Dr. Juan Francisco Arcia Isusi, negó al Cabildo que la fiebre amarilla se estuviera introduciendo en el puerto, que el mal que padecían algunos vecinos era común y corriente en la estación invernal y se trataba de un nuevo tipo de fiebre icteroide no contagiosa que atacaba al hígado y por eso no valía la pena que cundiera la alarma entre los pobladores, pues era una dolencia considerada normal en nuestro clima tropical; pero no todos pensaban como él, los Dres. Juan Bautista Destruge y Juan Esteban Pisis afirmaban lo contrario. Destruge llegó a decir en público que había encontrado dos casos de fiebre amarilla en el “Reina Victoria” y que ambos pacientes habían fallecido. Pisis reconocía que aunque jamás había tratado un solo caso de tan rara enfermedad; creía que el mal que abatía a los guayaquileños era la fiebre amarilla.

Las opiniones estaban divididas y pocos se preocupaban del asunto. No obtante Destruge creyó cumplir con su deber buscando al regidor José María Maldonado Torres, al que encontró en los bajos del edificio de las Aduanas, hoy bocacalles Malecón y Pichincha, y le explicó de buenas a primeras la grave noticia que le preocupaba -Señor Corregidor.   En Guayaquil hay tifus – amarilla, – ¡Va, el Dr. Arcia la ha estudiado y dice que no es? Y sin embargo la enfermedad seguía.

YA ESTABA DENTRO

A mediados de ese mes de septiembre los primeros en fallecer, lógicamente, fueron los pasajeros del barco infectado que se contagiaron del mal en plena travesía. Fueron el Capitán, el Práctico y tres marineros, pero el mal era difícil de diagnosticar porque presentaba síntomas diversos en cada caso.

Casi siempre la enfermedad atacaba con fiebre alta de 42 grados, a ratos bajaba y luego volvía a subir. El enfermo decaía notablemente debilitándose por no poder ingerir alimentos; la garganta enrojecía con ardores terribles. A los ocho días se entraba en la fase definitiva porque si no ocurría el “vómito prieto”, del que casi nadie se salvaba, el enfermo mejoraba y al mes estaba curado.

Recién el 5 de octubre y con la llegada del Gobernador Rocafuerte a Guayaquil las autoridades se movilizaron contra el azote. Rocafuerte había sobrevivido a la Fiebre Amarilla en la isla de Jamaica en 1.812 y sabía que el mal dejaba inmune a los sobrevivientes y empezó a movilizarse por los barrios a caballo. En carta al General Flores relató la triste situación de la urbe “a consecuencia de una fiebre biliosa de carácter maligno que unos facultativos han calificado de contagiosa y otros no, muy parecida a la fiebre amarilla que tantos estragos ha causado en Filadelfia y Baltimore en el norte”….

El Dr. Juan María Bernal, del cuerpo médico del Hospital de Caridad, apodado “El Padre de los Pobres” por su generosidad para con todos, en un Aviso dirigido al público anunció con grandes caracteres que la fiebre que mataba a los vecinos era la conocida con el nombre de Fiebre Amarilla, vómito negro o fiebre tifo y recomendaba mucho cuidado porque era contagiosa, aunque no indicaba cómo se contagiaba o propagaba el mal pues esto solo se sabría medio siglo después con el descubrimiento del Dr. Carlos Finlay en Cuba.

El día 9 se inauguró el reloj público recién llegado de Europa con seis vibrantes campanadas que anunciaron el vigésimo segundo aniversario de la revolución de Octubre, los Aserríos movidos a vapor (toda una novedad por entonces) de Pohlemmus y Mickle, iniciaron su actividad con un potente chirrido, transformando las alfajías en tablas para construcción; fueron recibidos los exámenes a las alumnas de la escuela de Juana de la Cruz Andrade Fuentefría de Drinot, distinguida maestra que después viajó a Chile donde radicó. En dicho acto el gobernador tuvo oportunidad de hablar sobre las mejoras que había introducido en Guayaquil……….(en febrero de 1842 había fundado el Colegio de San Vicente. Por ese mes vino el primer fotógrafo, quien le grabó un precioso daguerrotipo sobre latón en que aparece sentado en mitad de la plaza de san Francisco, estuvo tres minutos inmóvil para que se pueda imprimir la placa, mientras el público amontonado rezaba pues creían que al captar su  rostro le estaban robando el alma) Nada trató sobre la peste, pero en los ojos de los asistentes se reflejaba un no se qué de angustia y la peculiar preocupación de los que conocían la verdad de la grave situación.

Por las calles las hamacas transportaban suspendidos entre dos cañas a numerosos apestados. Los hospitales de La Caridad y Militar estaban atestados y ya no podían recibir más enfermos. En la Sabana Grande o de San Pedro se había instalado otro llamado San Vicente, en honor a Rocafuerte, pero tampoco abastecía.

El Obispo Francisco Xavier Garaycoa se hallaba convaleciendo de la fiebre. Fue uno de los pocos que logró superarla, aunque debilitado por los dolores que le producía ejecutar cualquier movimiento.