104. Remilgos de nuestros últimos reyes

Cuando en 1788 ascendió al trono español Carlos IVde Borbón, correspondió al Alférez Real de Guayaquil, Joaquín Pareja y Troya jurarlo y reconocerlo por Rey y soberano en representación del Cabildo porteño, acompañándose de los Reyes de Armas, Damián de Arteta y Larrabeytia y Miguel de Anzoategui y Lecuona, que se mostraron reacios a vestir la dalmática o sobrepelliz, de estilo en esta clase de ceremonias, por creer que el papel que les tocaba representar en la ceremonia era un tanto desairado. Hubo gran trabajo para convencerlos de lo contrario y el Cronista Chávez Franco dice que solamente aceptaron cuando el Cabildo les certificó que no harían el ridículo y por el contrario serian tomados como personas de la primera distinción de la ciudad.

El reinado de Carlos IV fue deslucido y tambaleante y Napoleón terminó por invadir la península so pretexto de anexar a Portugal, reemplazandole en el trono español a su hermano José I Bonaparte, más conocido como “Pepe Botellas” por su afición al alcohol.

Carlos IV no estaba preparado para gobernar por su carácter extremadamente simplón, poco amigo de las agudezas del intelecto y por ende muy mediocre. Su ascenso al trono ocurrió un año antes de estallar la revolución francesa, presumía de buen jinete y en vida se hizo retratar en diversas poses sobre hermosos caballos de pura sangre que hacía llevar de Andalucía para su uso personal. Al iniciar el gobierno tenia cuarenta años de edad que no le habían dado experiencia ni dignidad. Era un hombronazo fortacho, guasón y dicharachero y cosa rara había nacido con la cabeza pequeña en relación al cuerpo, defecto que nunca se le compuso.

En una ocasión, cuando joven y de tertulia con su padre Carlos III y varios nobles cortesanos, logró hilvanar una frase en torpes palabras reveladoras de un carácter: “Pienso que las reinas jamás traicionan a sus esposos los reyes, por la imposibilidad que tienen de conseguir hombres de rango superior al de sus maridos”.

Mucho esfuerzo hizo la concurrencia para contener la risa, pero su padre, no pudiendo soportar la ira, le replicó: “Ay, Carlos, Carlos… que tonto eres”, pues ya circulaban en los corrillos de Madrid numerosas anécdotas de las veleidades de su regia consorte, María Luisa de Borbón Parma, que lo traicionaba con todo el que podía.

Siembargo no se crea que Carlos IV era del todo bobo, pues tocaba el violín modestamente pero lo tocaba y su horario regular de vida era como sigue:

5 am. Levantarse, doble misa y lecturas pías.

7 am. Trabajo en el taller de su propiedad pues hacia muebles de toda clase.

9 am. Desayuno ligero acompañado de su esposa.

10 am. Visita a las cuadras, lazo de potros, pruebas de fuerza con los mozalbetes de las caballerizas, a quienes vencía en buena lid, pues era un toro.

11am. Recepción a personas de la Corte, incluyendo al primer Ministro.

12 am. Almuerzo abundante y solo.

2 pm. Cacería con 6 coches, 12 guardias, 15 ojeadores, 30 perros. Una algarabía de los mil demonios.

6 pm. Regreso, encuentro con la reina. Risas.

7 pm. Despacho con los Ministros.

8 pm. Música y tertulia.

9 pm. Cena rápida y a dormirpara estar en forma para la cacería del día siguiente.

Su hijo Fernando VII llevaba diez años de viudo en 1816 y ya las gentes pensaban que dejaría al país sin descendencia cuando en septiembre  – mes de muchos meneos como dicen las Crónicas del Arcipreste de Hita – proclamó que el y su hermano el Infante Carlos María Isidro, habían decidido contraer nupcias con dos hermanas, las infantas María Isabel y María Francisca de Braganza y al solo anuncio de los desposorios España y sus colonias, incluyendo Guayaquil por supuesto, tuvieron que decretar cabriolas sin par, en señal de fiesta y alegría por tal noticia.

Fernando VII realmente era feo si no dudamos de los artistas que lo retrataron, mejilludo, carirredondo, de nariz gruesa y ganchuda, tenía rostro de majo con muy poca elegancia, pues se parecía muchísimo a su madre. Ya por entonces carecía de dientes, su boca sumida y unas espaldotas peludas completaban una apariencia de arriero disfrazado de monarca. Sólo sus ojos, grandes y endiablados lo salvan de nuestro acerado juicio. Si por defecto físico se puede anotar, dicen las crónicas médicas que poseía un glande inmenso y deforme.

La oposición repetía en esos años dentro y fuera de España, la siguiente tonadilla: // Ese narizotas / cara de pastel / que a los liberales / no nos puede ver. // Copla que el mismo Fernando, cuando la supo, acomodó de la siguiente manera: // Este narizotas / cara de pastel / a negros y a blancos / os ha de romper. // por no decir algo mayor, que si lo ha de haber pensado.

Las Infantas portuguesas, ni lerdas ni perezosas, decidieron casarse con el narizotas y su hermano menor, que la historia ha juzgado “peor que Fernando en liviandades y torpezas” y el 28 de septiembre entraron en Madrid acompañadas de sus regios pretendientes, que les habían ido a recibir cinco leguas antes y el pueblo, no sólo que desenganchó los caballos de sus carruajes, sino que también los condujo y danzó frente a las portuguesas con singulares bríos. No puede negarse que en aquellos años a las gentes les gustaban las testas coronadas. El padrino de las bodas fue el Serenísimo Infante don Antonio de Borbón, tío de los esposos, que andaba muy orondo porque la Universidad de Alcalá de Henares lo había proclamado Doctor Honoris Causa y todo el mundo se desvivía en decirle su Alteza el doctor, lo que encantaba al fatuo, que no cabía en sí de gozo.

En Guayaquil también celebramos los desposorios, aunque con algún retraso por la demora en llegarnos las noticias. El cabildo ceremoniosamente ordenó repiques de campanas, tres noches de luminarias y uno de las baratitas y no se cuantas cosas más, pero ya se olía la independencia, que se acercaba a ojos vista.

Desafortunadamente los poetas no estuvieron muy buenos en cantar alabanzas a los recién casados. “Al gran Arriaza”, como le decían al más popular de la corte, se le ocurrió componer la siguiente letrilla, insulsa y tonta a más no poder // Entraen el seno amoroso / de su pueblo y de tu esposo / veras del rey el anhelo / por guardar justicia y leyes / Y un pueblo que es modelo / de como se ama a los reyes / y los pasquineros, en cambio, escribieron en las paredes: “Fea, pobre y portuguesa, chúpate esa.”