TOLEDO ANTONIO J.

POETA.- Nació en Quito el 3 de Diciembre de 1868 y fueron sus padres legítimos el Médico pastuso Ramón Toledo Cuervo emigrado al Ecuador por razones políticas y Lucía Sánchez Rendón, guarandeña, mujer de exquisita cultura musical y hermana del poeta Quintiliano Sánchez Rendón.
Niño aun quedó huérfano, cada hermano tomó su rumbo y solo él permaneció en la capital, estudiante sin afición a otros libros que los literarios y teniendo que buscar el pan con el propio esfuerzo pues su madre carecía enteramente de recursos.
Poco se conoce del adolescente desmedrado y pálido hasta parecer enfermo. En 1880 ingresó al Colegio Nacional, fue un excelente alumno, hizo pocas amistades por su carácter tímido y retraído pero lleno de vida intelectual y poeta a ratos perdidos.
Del 87 son sus primeros versos, comenzó a estudiar Medicina y durante algún período frecuentó la bohemia de amigos y reuniones en la plaza de la independencia.
En octubre de 1889 publicó en la “Revista Ecuatoriana”, órgano de la Escuela de Literatura que dirigía Vicente Pallares Peñafiel, cortas y sentidas composiciones poéticas muy a lo Gustavo Adolfo Becquer, el autor de “Brumas”, aunque sin los vuelos ni las profundidades del español, de suerte que jamás alcanzó su amplitud. Vivíase en Quito un vacío cultural dejado por el romanticismo eufórico de las primeras épocas que declinó hacia otro menos valioso de tinte clasicista. Por eso su poesía impactó bajo los títulos de: Primeros Versos y Versos de Circunstancias y en realidad lo fueron sus primeras veinte y siete composiciones aparecidas en la “Revista Ecuatoriana” que pasó a ser dirigida por Roberto Espinosa Albán y que aparecieron con notas de critica, publicaciones de cuentos, leyendas y traducciones de poemas franceses e ingleses.
Sus merecimientos le señalaron a los ojos de los literatos y cuando Espinosa ocupó el Ministerio de Instrucción Publica en 1893, durante la presidencia de su suegro Luis Cordero, le llevó de Jefe de una de las Secciones del Ministerio de Educación.
Por entonces se enamoró perdidamente de Carlota Peñaherrera Guzmán, amor que no fue correspondido, pero que él idealizó como el Dante, haciéndole un motivo de dolor vital, que proporcionó la dosis de tristeza y melancolía a todo lo suyo. Quizá por eso a partir de 1890 sus poemas fueron cantados en la calle de la Ronda y no hubo músico que no le apasillare.
El 95 Abelardo Moncayo le llevó a ocupar un empleo público en el Ministerio del Interior, hoy de Gobierno, donde Toledo languideció con un sueldo que solo le alcanzaba para sobrevivir, tal su temple resignado y depresivo, muy de acuerdo a su descripción física de alto, pálido, de barba puntiaguda y mefistofélica, con levita siempre y con la bondad que era su característica hacia sus compañeros y la bonhomía risueña y plácida para los jefes y allí se mantuvo hasta su muerte, caminando desde el lejano barrio en que vivía ubicado en el Ejido Norte, muchas veces en tiempo de invierno y a través de malos caminos y calles, llegando temprano a la oficina, no comiendo en el almuerzo si no cuando volvía de noche a su casa.
Era tan poquita cosa que después de los luctuosos sucesos del 25 de Abril de 1907, cuando los estudiantes de Quito fueron atacados por la pesquisa y resultaron numerosos heridos y contusos, quiso renunciar a su empleo y hasta faltó algunos días, pero luego regresó cabizbajo a su escritorio y cuando fue preguntado porqué, solo pudo decir con mucha amargura: “Por el sueldito nomás”.
En la rutina agobiante que merma la chispa, dentro de una oficina cargada de papeles muchos de ellos con intrascendentes motivos y razones, allí mismo le sucedió una gravísima crisis de salud. Un vértigo, una visión borrosa, un frío que le caló los huesos y de pronto un acceso de tos con flema ensangrentada.
Llevado al Hospital San Juan de Dios, le diagnosticaron reumatismo y tuberculosis avanzada y falleció tranquilamente el 7 de Marzo de 1913, de solo cuarenta y cuatro años de edad envuelto en harapos y cuando le insinuaron que se confesara no lo aceptó musitando muy bajito: “Muero sin haber hecho daño a nadie”.
Sus ropas se perdieron en el Hospital, pero sus amigos le llevaron a velar en la casa de una cuñada situada al frente donde recibieron el cadáver a regañadientes y el féretro lo pusieron en un cuarto. Esa noche, al irse sus amigos, le pasaron a un patio húmedo ¿Cómo guardar el cadáver de un tuberculosos que murió sin confesarse?
Al día siguiente fue conducido en un carruaje de caballos pero estos se encabritaron y rodó el féretro por los suelos. Entonces sus compañeros de oficina tuvieron que cargarlo y el cortejo no tuvo resonancia alguna en los medios literarios.
El Estado pagó los gastos del sepelio, que no fueron muchos. Su paso al más allá se produjo envuelto en un silencio misterioso, como había sido su vida, una bruma sin final feliz.
Se decía que amaba a una mujer buena y bella, nacida en la alta sociedad, acostumbrada al lujo, llena de incienso prodigado por manos enjoyadas y por añadidura muy joven para él y encima fría, todo lo cual era una verdad llena de exageraciones..
Para ella fueron los últimos versos, sus “Brumas” como les tituló, cuarenta y cinco en total, con acentos propios, que al ser coleccionados en un volumen de 127 págs, en 1915, con un hermoso Prólogo de su amigo Trajano Mera Iturralde, fue la comidilla de las gentes. Su primo hermano Manuel María Sánchez Rendón le dedicó una de sus composiciones titulada “Bruma Eterna”. Fragmento. // Como la última nota / como una nota suave y dolorida, / de un arpa humilde, abandonada y rota: / así, Oh poeta, se extinguió tu vida. //
Sus versos tristes, apasionados y tiernos, se leyeron con singular agrado nimbados por el misterio de dolores imaginarios hacia un amor imposible. “Nadie ama mejor que el que no es amado” y no faltaron suspiros en el altar de la mujer divinizada porque nos ha dejado la historia de su frustrada pasión amorosa, acentuada con los tintes de ausencia, por las diferencias sociales y económicas del poeta y su musa.
Entonces el público comprendió el dolor sumiso que acompañó su vida, sin una nota de rebeldía, pero enaltecido por su decoro y melancolía. Su dolor fue espontáneo y con dejos de amargura, por eso Isaac Barrera ha dicho que Toledo es uno de esos quiteños típicos que viven de la contemplación de sus montes elevados, de su naturaleza generosa, de la luz pura que se esfuma en los ámbitos al caer los rayos del sol perpendicularmente sobre la tierra. Un raro de paso lento, mirada lánguida, retraído de todo, vestido desgarrado y la boca con rara sonrisa, pues parecía un asceta.