SAN CRISTOBAL : Una esposa de raza

SUCEDIÓ EN SAN CRISTÓBAL
UNA ESPOSA DE RAZA

Las Islas encantadas como también suele llamarse al archipiélago de Colón son un enclave de lava en medio del océano, producto de algún cataclismo volcánico del pleistoceno. En esas islas tan lejanas como desconocidas para la gran mayoría del pueblo ecuatoriano se tejen innumerables historias de piratas y filibusteros que aún los viejos recuerdan, entretejiendo sus pensamientos con historias más recientes como las de la hermosa Baronesa Wagner de Busquet, sus amantes alemanes y el retrasado mental que tenía por sirviente en los años 30 cuando se estableció en las Galápagos en busca de la tan ansiada paz que no hallaba en Europa. 

Pero en las islas también se cuentan historias menores, menos truculentas y por ello poco conocidas. Aquí va la de la mujer de Agustín Idrovo, joven cuencano que entre 1.948 y el 51 vivió en Puerto Baquerizo Moreno, capital de la Isla San Cristóbal, donde puso tienda de abarrotes y tuvo relaciones con una isleña de los contornos. Las cosas al principio fueron bien, ganaba lo suficiente para mantenerse y se acostumbró a la vida tranquila del lugar donde sólo rompe la monotonía la llegada o salida de algún buque o el raudo cruzar del yate del millonario que da la vuelta al mundo y hace estación en puerto tan pobre y lejano. 

La esposa de Idrovo era buena en su candorosidad y confianza por que solo atinaba a quererle, cocinando, lavando, planchando y barriendo todos los días de Dios pues así le habían enseñado a portarse pero no entraba por las cosas de la civilización ni gustaba andar con zapatos. Por ello y por cuanto la pobrecita no tuvo hijos, llegó el momento que Idrovo comenzó a pensar seriamente en dejar las islas y venirse al Guayas con un regular capitalito que había logrado reunir a base de privaciones y renuncias. 

Y como lo pensó lo hizo, dejándole el negocio a su esposa y una formal promesa de regreso que nunca cumplió. Una nueva historia – apuntó el cura del lugar – hombre ducho en experiencias de esta naturaleza, que no sería la primera vez que alguna isleña quedaba abandonada; pero ella no se acostumbró a la idea y una mañana en que las ventas estaban más bajas que nunca y no había entrado ni un parroquiano por la puerta decidió viajar al Guayas en busca de su marido. 

Días después vendió el lugar y con el dinero fue a comprar el pasaje, pero el Capitán de la motonave le comunicó al verla que Idrovo había partido a los Estados Unidos, desilusionado de Guayaquil, donde no había encontrado futuro. Ya habían pasado más de seis meses de su viaje. 

La pobre no pudo soportar tanta lejanía, viajar a los Estados Unidos era mucho para ella, no tenía el idioma ni conocía gentes, pero sin perder las esperanzas resolvió solicitar una plaza de cocinera en el próximo yate que pasara por San Cristóbal, como efectivamente sucedió pocos días después y fue aceptada 

Que cómo llegó a New York, si con zapatos o sin ellos y cómo obtuvo pasaporte y logró pasar la frontera, es materia de varios capítulos que sería interesantísimo contar – refirió con mucho de picardía el viejo Salomón Lino, que es de los que más saben en los contornos, pero eso no importa, – sigo mi historia, porque nuestra paisana se dio mañas para llegar a una pensión de ecuatorianos donde fue bien tratada y encontró a otros connacionales y después de más de tres meses logró dar con su esposo Agustín, a quien pilló trabajando en una factoría de Brooklyn por pocos dólares la hora. 

El encuentro fue apoteósico. Agustín no podía dar crédito a sus ojos, ni imaginaba siquiera la cantidad de obstáculos que su esposa había tenido que vencer en dos años para reunírsele. Claro que eran otras épocas, ahora no hubiera podido hacerlo, volvió a acotar don Salomón – pero entonces surgió la cruda realidad; Agustín estaba unido a una dominicana que hablaba inglés y le había prometido conseguirle la nacionalidad americana. 

La esposa de las Galápagos se enteró de todo esto, de a poquito, pero se enteró al fin y una fría tarde de otoño la policía encontró su cadáver flotando sobre las aguas del río Hudson. Tenía cuatro días de muerta y el cadáver estaba hinchado. En un bolsillo se hallaron sus papeles preservados de la humedad por un protector de plástico y  así se descubrió la identidad de nuestra paisana. 

Desde entonces se escucha en Puerto Baquerizo un gemido que viene del mar cuando las olas deshebran sus aguas sobre la playa. Es la raza que suspira a través del infortunio de esta historia, tan real que parece ilusión y tan humana que es difícil de creer. Ella no tiene estatua, ni monumento alguno refiere su grandeza; ni siquiera se recuerda su nombre, pero debió ser bello como su gesto final. Además, era una esposa de raza, de las que ya no existen.

Así terminó su historia don Salomón, viejo caletre que fuma pipa de corcho en el muelle de Puerto Baquerizo cuando le provoca, hace bastante sol y tiene ganas de conversar.