PLAZA DE LA TEJERA JOSE MANUEL

MISIONERO Y VII OBISPO DE CUENCA.- Nació en Guamote el 10 de Enero de 1772. Hijo legítimo de José Manuel Rodríguez – Plaza y Sandoval, y de Catalina de la Tejera y Campusano, naturales de Guayaquil y Riobamba, respectivamente. (1)
En 1789 ingresó al Convento de la Orden franciscana de Quito, profesó en Junio del 90 y fue ordenado sacerdote el 95. Pocos meses después “se sintió como impelido hacia los pueblos y tribus errantes por las selvas, tramontó la gran cordillera, navegó por el Napo y llegó a Sarayacu, cuartel general de las Misiones que por las inmensas tierras amazónicas sostenían las provincias del Perú y Quito”; mas, era el caso, que los misioneros estaban por abandonar esos parajes debido a las múltiples desgracias que les habían acontecido, pero Plaza pudo conseguir que le permitieran continuar en Sarayacu, hacia donde dichos religiosos le remitirían auxilios, luego de restituirse todos ellos al Colegio de Santa Rosa de Ocopa.
“Pronto adquirió gran influencia entre los naturales y consiguió la fundación de los pueblos de Belén, Tierra Blanca y Santa Catalina en el Ucayali utilizando métodos no muy ortodoxos, pues como él mismo refirió en sus Diarios, cuando se estableció en Sarayacu tuvo que combatir la poligamia con látigo, manillas y grillos. Veinticinco azotes por una falta, cincuenta por la reincidencia y santo remedio. Con régimen tan severo sabía que arriesgaba la vida y estaba alerta. En un rincón de su celda tenía ocre calcinado en polvo, un saco, arco, flechas y una cerbatana y al primer ruido sospechoso saltaba de la cama, se pintaba y así disfrazado pasaba por en medio de ellos, confundiéndose en la obscuridad como uno más de sus enemigos. En el bosque caminaba entre el norte y el occidente hasta dar con las Misiones del Guallaga, la cerbatana le servía para proporcionarse el sustento, el arco y la flecha para defenderse de las fieras.
Un día llegose hasta el misionero confinado en los bosques el padre Luis Colomer en calidad de Visitador y quedó gratamente sorprendido al ver el estado floreciente de la misión de Sarayacu. A su regreso a Ocopa dio encomiásticos informes y le envió a los padres Alcántara, Barco, Aguirre y García y a tres legos para que le ayudaren. Con ellos Plaza realizó varias expediciones hacia el sureste y descubrió y pacificó a los indios Senchis que divididos en tres parcialidades denominadas Inubú, Renabú y Cascas, llegaban al millar. En otra excursión al norte, en la isla formada por el Ucayali, el Marañón y dos afluentes, descubrió a otra tribu enteramente desconocida y muy sucia a los que llamó Hotentotes. También halló el origen de numerosos ríos como el Huanacha o San Francisco y pacificó pueblos belicosos. El padre Vicente Solano, de Cuenca, quiso acompañarle, pero logró disuadirle de tan generoso empeño, apreciando en él demasiado talento y amor a los libros para vivir entre salvajes.
Poco después se trasladó a Lima y conferenció con el Virrey Abascal, quien en vista de los progresos de los patriotas y por considerar necesaria una vía de comunicación con la metrópoli por el Atlántico, le comisionó a fin de que reabriera las rutas de Comas y Chanchamayo, cuyos pueblos y caminos habían sido abandonados después de la rebelión de Juan Santos Atahualpa en 1742 y con cuarenta canoas se internó por aquellas agrestes rutas, reconociendo pueblos e informándose de sus recursos y necesidades y de todo ello dio cuenta a Abascal, quien dispuso que por cuenta del convento de Ocopa se establecieran en las montañas de Comas numerosas chacras de arroz, maíz, caña, etc, y mandó a construir un fuerte en Chaviña, cercano al pueblo de Pangoa, invirtiendo cuarenta mil pesos en tal obra.
Para entonces había regresado a Sarayacu pero no descuidaba visitar a Pangoa cada cierto tiempo y lo hizo siete veces hasta 1820. Mientras tanto el padre Alfonso Carvallo, Guardián de Ocopa, había resuelto trazar un camino más breve a Sarayacu, para la anual remesa de herramientas y víveres y con la esperanza de recuperar las Misiones del Pajonal, Cerro de la Paz y Sonomoro, dispuso que salieran dos expediciones. Una de ellas, la de Plaza, partió desde Sarayacu y la otra desde Ocopa y en Junio de 1815 se encontraron en la mitad del río Tambo. Entonces reunió ciento treinta familias de indios Piros y con ellas fundó el pueblo de Fortaleza de los Piros y Limarosa y en 1.820 el de Santa María de Celen a media distancia de Sarayacu y Ocopa.
“En 1821 se quedó solo con sus indios pues los misioneros que lo acompañaban se retiraron a Ocopa y al Brasil y se dedicó a la recolección, de zarza, a fabricar azúcar y otros recursos que hacía comerciar con los portugueses en la frontera; sin embargo, la falta de protección y refuerzos hizo que muchos de sus naturales abandonen los pueblos y se retiren a las selvas. En vano solicitó auxilios a la prefectura de Moyobamba pues nunca se los enviaron. Tantos trabajos y sinsabores doblegaron sus energías y una fiebre maligna minó su organismo y le puso inconsciente por espacio de quince días, mas desapareció y al abrir los ojos se vio rodeado de sus amantes feligreses que arrodillados pedían por su salud”.
De allí en adelante la situación se tornó aún más difícil pues la independencia significó graves derivaciones, desastrosas todas ellas para las misiones. Los Misioneros europeos regresaron a sus patrias y Plaza no tuvo ni esperanza de verse acompañado por un hermano en religión.
En 1828 se vio forzado a dejar la montaña por el Marañón y el Napo hasta arribar a Santa Rosa de Canelos y de allí salió a la civilización para allegar recursos. En Quito se entrevistó con el Obispo José Lasso de la Vega que le colmó de atenciones. Simón Bolívar ordenó que le dieran ciento cincuenta pesos del tesoro y no le dio más porque por esos días hacía la guerra al Perú y se hallaba escaso de fondos. Su hermano el Canónigo Plaza le entregó trescientos, y con el auxilio de otras personas llegó a colectar mil quinientos y adquirió con ellos los más indispensables artículos para sus queridas Misiones. Poco después salió por Riobamba, pasó a Canchos, el Bobonaza y el Pastaza hasta la confluencia del Marañón con el Huallaga, entró en Xurimaguas y navegando el Chipurana arribó a Yanayacu, nueva población de Lamas y finalmente continuó por el Ucayali hasta Sarayacu y después de ocho meses de ausencia fue recibido con grandes muestras de júbilo.
De allí en adelante consiguió fundar varios pueblos entre los indios Sensis, Conivos, Sitivos y Pañoas a los que sostuvo con infinito esfuerzo y sin la ayuda del gobierno. Un día fue visitado por el explorador inglés Teniente de Navío William Smith. En otra ocasión le buscó el naturalista francés Conde de Castelnau. A todos recibió con generosa hospitalidad e interesantes datos sobre las tribus del Ucayali, clima y producción de aquellas inexploradas comarcas.
Las noticias que éstos viajeros dieron de la labor de Plaza, recordáronle al Obispo Benavente de Quito la necesidad de ayudarle y con tal motivo solicitó misioneros a Italia. El Comisario General de los franciscanos para América fray Andrés Herrera, regresó con varios padres italianos en 1838, restauró el Colegio de Misioneros de Ocopa el 42 y destinó al padre Juan Crisóstomo Cimini y al hermano lego Luís Bieli a Sarayacu, donde los recibió alborozado el padre Plaza, pues entendió que esta ayuda significaba el principio de la recuperación misionera en el Ecuador y el Perú, superada la gran crisis que provocó la expulsión de los Jesuitas, agravada con las guerras de la independencia y su secuela de inestabilidad y desorden, y no se equivocaba pues meses antes, en 1841, el Obispo de Mainas fray José María Arrieta le había solicitado que acepte la dirección del nuevo centro misional que se pensaba fundar en Sarayacu, considerando que había sido el lazo de unión entre las dos edades de Ocopa, la antigua y la nueva, pero declinó tal designación pues siendo un sencillo sacerdote de escasos conocimientos pedagógicos, no se sentía maestro. El 42 realizó cuatro entradas al Pozuzo en la provincia peruana de Loreto, ayudado por Cimini y cuatro hombres más, padeciendo grandes trabajos y solo para extender las luces de la evangelización y consiguió poner expedito el camino de Pasco al Mairo y por allí continuó a Lima, a donde arribó en 1845.
En dicha capital tuvo oportunidad de entrevistarse y conocer al Dr. Vicente Rocafuerte y a otras personalidades ecuatorianas que se encontraban exiladas del régimen floreano.
El Comercio de Lima dio a la publicidad sus Diarios de Viajes efectuados entre el 41 y el 43, que le granjearon fama, pues con su solitario heroísmo había conservado para la catolicidad y el Perú la magnífica cuenca del río Ucayali.
Era un misionero asaz valiente y experimentado que estaba por encima del egoísmo que imponían las fronteras políticas peruano-ecuatorianas y por eso el Congreso del Perú el 24 de Mayo del 45 dictó una Ley protegiendo las Misiones y a sus pobladores y dispuso una ayuda anual para el Padre Plaza, quien fue titulado Prefecto de las Misiones y cuando el 46, el Congreso ecuatoriano conocía la excusa del Dr. Pedro A. Torres para ocupar el obispado de Cuenca y apareció la candidatura del Obispo de Botrem José Miguel Carrión y Valdivieso, el impulsivo Diputado Rocafuerte presentó con tanta vehemencia y en términos tan encomiásticos la de Plaza, que el Congreso aceptó presentarlo al presidente Vicente Ramón Roca, quien dio instrucciones a Fernando Lorenzana, Ministro ante la Santa Sede, para que obtuviera las Bulas, que efectivamente fueron firmadas el 2 de Abril de 1847 por Pío IX.
Enterado por cartas de varios amigos, pues como de costumbre se hallaba internado en las selvas, únicamente aceptó el obispado por obediencia y no sin disgusto salió por Riobamba y prestó el Juramento constitucional ante el Gobernador de la provincia, de acuerdo a la Ley de Patronato, pero como no poseía más que lo que llevaba encima (un hábito raído y una pobre cruz de metal) un eclesiástico caritativo le dio el dinero necesario para pagar el fiat a Roma.
Por fin el 29 de Julio de 1848 fue preconizado VII Obispo de la Diócesis de Cuenca y la consagración se efectuó en Quito el 20 de Octubre, cuando contaba setenta y seis años de edad y cincuenta y dos de incansable y abnegada evangelización entre los salvajes. Su arribo a Cuenca fue apoteósico pues llegó precedido de una bien ganada fama de ascetismo, era el misionero de las selvas, el apóstol del Ucayali, el ángel de los desiertos y como no era de aquellos fatuos que lo que no saben lo aparentan saber, sencillamente manifestó al Provisor Riofrío y a otras personas de viso que con él estaban: “Yo no he de hacer sino lo que me diga mi hermano el padre Solano”, quien se constituyó en su alter ego, al punto que era el verdadero Obispo, espectáculo poco digno pues llegó el momento que las gentes solo le tomaban al Obispo Plaza en cuenta, para nimiedades sin importancia, recurriendo a Solano para todo lo demás.
El Obispo poseía una alma pura y cándida, nada barroca; añoraba sus selvas tupidas y la vida montaraz, aventurera e incómoda y hasta llena de peligros, sin llegar a acomodarse a la molicie y al sedentarismo que hallaba en su sede, ni al trato con los viejos Canónigos. Por eso decidió un buen día continuar sus viajes, esta vez por las verdes campiñas morlacas, y dejando a Solano al frente de los negocios de la Diócesis, emprendió sucesivas Visitas Pastorales y no dejó punto del mapa regional sin conocer y aún más, movido por su intrepidez de antaño, hasta trató de catequizar a los jíbaros de Gualaquiza y abrir comunicaciones con el Brasil por el Tabatinga, navegando el Santiago, para lo cual dirigió una Representación a la Convención, donde lució sus amplios conocimientos en relaciones internacionales. También elevó un Informe pidiendo el restablecimiento de la Orden de los Jesuitas en el Ecuador en 1850, año en que consagró sacerdote a su hermano Bernardo Plaza de la Tejera, que estaba viudo de Tomasa Centeno de la Chica, tenía setenta años de edad y era médico, marino y prócer de la independencia. Luego de su consagración Bernardo se estableció como Cura de Paute.
I en esas giras se encontraba el buen Obispo Plaza, “animado por el celo religioso que nunca le faltó pero ya con las fuerzas físicas en completo decaimiento”, cuando se sintió súbitamente enfermo en Déleg y sus acompañantes quisieron trasladarlo a Cuenca, mas el Obispo les dijo: “Dejadme morir aquí en paz y en silencio” y se hizo colocar sobre el pasto y bajo un corpulento sauce de grata y amena sombra y al poco rato falleció este heroico asceta e insigne misionero, el mayor del siglo XIX en el Ecuador y el Perú, el día domingo 18 de Septiembre de 1853, a los ochenta y un años y ocho meses y medio de vida.
Fue un idealista, un soñador que aspiró a convertir la extensa amazonía al influjo de su vida y se situó por sobre las divisiones territoriales de la independencia como si aún existiera una sola y grande patria colonial, en ello su pensamiento no evolucionó suficientemente pues creía que la selva era una misión y no parte de varios países.
Solano pronunció su Oración Fúnebre y mencionó el dulce recuerdo que dejaba, por lo que las lágrimas vertidas a su memoria eran lágrimas deliciosas. “Fui testigo de su vida y confidente de su corazón, desplegó el celo de los primeros siglos del cristianismo, tuvo una alma digna de ver la región de la luz y de la inmortalidad”.
Alto, fuerte, recio, sano y de buen ver. De anciano se hizo robusto. Su rostro blanco y sereno, con la paz que brinda una vida de provecho a sus semejantes y libre de los apremios y engorros del diario vivir. Fue valiente, temerario, activo y puntual. Su exterior humilde pero edificante, poseyó don natural de mando pero en lo demás era un sujeto de lo más, sencillo.