PAREDES Y FLORES MARIANA DE JESUS

PARADIGMA DE SANTIDAD EN LA COLONIA.- Nació en Quito el día de todos los santos, 1 de Noviembre de 1618 y en los Procesos Canónicos se dice que en esos momentos se vio brillar una estrella en los cielos con un “resplandor que se estiraba en filamentos tenues como si fuera una palma encendida,” lo cual fue muy admirado y se tomó como signo inequívoco de que la niña que acababa de nacer estaba destinada a la santidad. Este tipo de “prodigios” se suceden a lo largo de su vida, respondiendo a la mentalidad mágica imperante en los oscuros siglos coloniales, donde la ciencia estaba aún por descubrirse en los territorios de la Audiencia de Quito.

Hija legítima – la octava – de Jerónimo Flores Zenel de Paredes, natural de Toledo y de Mariana Granoble y Jaramillo, dueña de la hacienda Granoble cerca del río Pisque en el valle de Cayambe. Estos esposos poseían un solar en Quito, de media manzana de superficie, con casa, patios, jardines y demás dependencias en las actuales calles García Moreno, Rocafuerte y Benalcázar. Hacia un costado vivía el Presbítero José Martínez de Jibaja, hacia el otro María Atahualpa y Asambay, descendiente del último Rey de Quito y Emperador del Tahuantinsuyo.

La menor de una tan larga familia, fue bautizada en la iglesia del Sagrario y tuvo por padrinos a sus tíos Gabriel Menéndez de Granoble y a su esposa.

Según afirmación de su biógrafo el padre Jacinto Morán de Butrón, S. J. solo tomaba el seno dos veces al día, una vez en la mañana y otra en la noche, lo que entonces se juzgó un prodigio y hoy hubiera sido considerado una rareza, siendo inútiles los esfuerzos de su madre para alimentarla mejor. El suceso debió ser relatado a la niña cuando ésta tuvo uso de razón y posiblemente influyó sobre ella, pues tenía la imaginación ardiente y siempre quiso sobresalir de la media con actitudes y gestos patéticos, muy propios del tenebrismo de la época.

Hasta los tres años creció junto a la niña Escolástica Sarmiento de su misma edad con quien solía realizar diversas travesuras propias de las niñas. De dos o tres años se arrodillaba junto a su madre y extendiendo los brazos en cruz oraba con ella uniendo la mortificación a la plegaria. Una hipersensibilidad nerviosa la predisponía a todo género de sacrificios y renuncias, como si no viviera para el mundo de los sentidos sino para el gozo de una irrealidad por eso su salud era mala y crecía delgadita y hasta algo raquítica.

Cuatro años tenía cuando murió su padre y por esta causa se le acentuaron otros rasgos de su carácter. Lloraba cuando al cambiarle la ropa descubrían su cuerpecito o cuando le acariciaban el rostro – esto lo dicen los Procesos Canónicos seguidos después de su muerte – aunque más parecen exageraciones del siglo XVII, que fue un siglo de santos taumaturgos, de mágicos prodigios y de rudos extremos, “barroco en artes visuales, conceptista y culterano en letras y tétrico en aspavientos religiosos” por eso no se aceptaban los términos medios y mientras los recoletos aprendían a morir en vida, los frailes levantaban fastuosos altares de oro. Sociedad teocrática donde lo religioso dominaba todas las actividades según felices expresiones de Hernán Rodríguez Castelo a quien en lo posible seguiremos.

Anotan los mismos Procesos, recién publicados en 1902 por el padre Julio Matovelle Pesantes, que durante un viaje a la hacienda Saguanche, propiedad de su familia en las cercanías de Cayambe, se cayó del caballo a un río, no se hundió y hasta parecía que estaba parada sobre las aguas cuando la rescató el asustado mayordomo Hernando Palomero. Poco después regresaron a vivir en Quito y murió su madre. La casa familiar ya era del Capitán Cosme del Caso esposo de su hermana Jerónima, padres de tres pequeñas hijas llamadas Juana, María y Sebastiana del Caso y Paredes, de casi la misma edad de Mariana, quienes desde ese momento se convirtieron en sus compañeritas.

Por su condición de huérfana comenzó a experimentar una cierta madurez y durante los juegos con sus sobrinas afloraban sus sentimientos de religiosidad pues arreglaba altarcitos dentro de su cuarto y en las esquinas de los corredores, celebraba procesiones con cantos y oraciones y por ser la mayor obtenía que las demás niñas hicieran lo mismo, liderando por su bello carácter. Dicha encantadora religiosidad, según cándidas opiniones, era signo inequívoco de vocación hacia la santidad. I volviendo a las anécdotas constantes en los Procesos, un día cayó de lo alto de una tapia sin lesionarse y riendo se puso en pie. Meses después anunció que se vendría abajo una pared lo que ocurrió casi enseguida. En otra ocasión quiso retirarse con sus tres sobrinas y sus dos amiguitas Ana Ruíz y Catalina de Peralta a lo alto del Pichincha pero un toro bravo les cortó el paso. Una noche quisieron ir a morir en tierras de moros o de salvajes – Mainas – que para el caso valía lo mismo porque la geografía era una ciencia poco menos que desconocida y tomando las llaves salieron pero se durmieron cerca del portón con los bizcochos y galletas que habían retirado de la alacena y allí las descubrieron muy por la mañana. Estas andanzas demuestran que la niña poseía una poderosa imaginación, facilidad para la acción, belleza, simpatía e innata predisposición a imitar los pocos modelos que la vida le presentaba, casi todos religiosos, y cuando la llama de un cirio prendió fuego al velo de la Virgen de la Concepción de Copacabana y Mariana logró apagarlo sin hacerse daño y sin que el velo tuviera el mínimo daño, también se tuvo el suceso por asunto mágico y casi milagroso.

En lo demás era una jovencita muy normal, de faz amable y de conducta modesta, que había aprendido a leer y a escribir con el maestro Pedro de Paz, tocaba instrumentos, de preferencia el clave, la guitarra y la vihuela y cantaba con voz agradable. Se ha conservado la siguiente estrofilla // Cristo, Jesús, amoroso / hermosísimo cordero / con vestiduras nupciales / sale enamorando el cielo // y con las monjas conceptas, especialmente con la española Mariana de Jesús Torres Berriochoa, quien era muy entendida en música, bordado y costura, aprendió esas artes menores, de todo lo cual instruía a sus sobrinas y a las hijas del personal de servicio en rezos, practicando pequeños sacrificios como por ejemplo introducirse garbanzos en los zapatos para lastimarse los pies.

Ciertamente que en su familia se vivía una rara y absurda religiosidad y tanto, que su hermana Jerónima le había dicho en cierta ocasión “Para qué naciste niña, a este mundo, tan hermosa y bella, porque esa tu hermosura ha de ser para trabajos y desdichas” con lo cual le iban quitando la alegría de vivir y moldeando un carácter sombrío. En eso llegó el tiempo de su primera comunión que preparó debidamente con el padre Juan Camacho, S. J. quien le ordenó emitir el voto de pobreza, obediencia y perpetua castidad aunque solo era una impúber, pero así se exageraba abusando de la inocencia de las niñas. Desde entonces Mariana debió sentirse esposa de Cristo o sea una espiritual doncella unida a la divinidad, por eso renunció a sus galas y conservó un solo vestido, que usaba para ir a la iglesia. También a su herencia, sustentándose de lo que buenamente le proporcionaban sus cuñados Cosme del Caso y Juan Guerrero de Salazar.

Su hermana empezó a preocuparse y la trasladó a la hacienda Saguanche donde sin embargo persistió en sus propósitos y buscaba un lugar retirado para aplicarse las disciplinas en la espalda desnuda, con ramas de espino que la herían y hacían sangrar, hasta que la pilló un empleado y dio parte a la familia.

Por humildad jamás había querido sentarse a la mesa de comer sino que prefería servirla y si tomaba a sus sobrinitos en brazos pronto los devolvía diciendo “Tomadlos que son llorones, yo tengo un niño que se ríe y entretiene conmigo” pues ya habían comenzado sus fugas de la realidad y ciertas aberraciones (desvarios, fijaciones y visiones) etc.

Su cuñado el Capitán del Caso, cansado de tantas rarezas que solo ocasionaban problemas, quiso que entrara a un convento y Mariana visitó a la superiora de Santa Catalina pero se salió con un pretexto antes de la noche. En otra ocasión se hicieron los preparativos para su ingreso en el de Santa Clara y cuando ya estaba listo hasta el banquete de despedida y pasadas las invitaciones, entró en oración y “oyó” que le decían “Vive recogida en tu propia casa con la misma estrechez, pobreza y abstracción de todas las cosas del mundo, como pudieras hacerlo entre los muros de la comunidad más austera” y por eso no ingresó.

Los Jesuitas eran sus confesores, primero fue el padre Juan Camacho luego lo sería el padre Antonio Manosalbas, que de veinte y pico de años tuvo sobre sí esa responsabilidad, quienes cometieron la exageración de exigirle demasiado, porque la guiaban con fuerza y fanatismo, arrastrándola al duro camino del ascetismo a base de un renunciamiento por etapas a todos los goces del mundo y cada vez se admiraban más de su buena disposición pues era muy obediente y cuando ella – a su vez – solicitaba nuevas penitencias, no se las negaban; lo que originó un círculo vicioso que se fue estrechando con el tiempo y duró quince años hasta su muerte, tiempo en el cual permaneció encerrada en su cuarto con numerosos silicios y otros instrumentos de tortura, martirizándose sin tregua ni descanso, simplemente porque si o como entonces era costumbre decir, para expiar los pecados de la humanidad corrompida. I como no tenía padres que la defendieran de estos torpes confesores, terminó destruida.

Ya no reía ni cantaba, permanecía encerrada en su cuarto, alejada de toda realidad circundante. La idea del encierro parece que la tomó de un sueño según lo dicen los procesos. Primero se despidió de sus sobrinas e íntimas amigas a quienes rogó que la consideraran como muerta, dramatismo explicable en la colonia, pues ese fue un tiempo dramático dominado por la cosmovisión hispana posterior al Concilio de Trento, llena de misticismo y de tragedia, que despreciaba la vida y huía de ella… Del cuarto solo salía diariamente a oír misa y a comulgar en la Iglesia de la Compañía, pero tantas fatigas, ayunos, desvelos y obsesiones desmejoraron su rostro. Para colmos el padre Antonio Manosalbas la abandonó, entregándola al padre Luís Vásquez, también jesuita, quien le prohibió comulgar. Al final cayó en manos del padre jesuita español Lucas de la Cueva, quien gozaba en Quito de ser muy duro consigo mismo y con los demás pero no duró mucho con él y pasó al padre jesuita Alonso de Rojas, que la trató mejor y hasta la confesaba durante dos horas al día cada mañana.

Desde esa fecha vistió siempre de negro en honor a la moda impuesta por los jesuitas cuya sotana era de ese color y adoptó el nombre de Jesús a imagen y semejanza de la Compañía, renunciando a llevar sus apellidos, rodeándose de variados instrumentos para meditar continuamente sobre la muerte. Su aposento solo tenía un ataúd negro con un esqueleto simulado y cubierto con el hábido de San Francisco, una calavera, un crucifijo, una cruz grande y tosca que usaba para dormir, cilicios de variadas formas y tamaños pues los había de tachuelas, de clavos, de filudas navajitas, etc. y una corona de espinas.

I así fue como empezó su martirio cruel y doloroso llevado a los extremos más increíbles, una verdadera parafernalia de desviaciones, loables entonces y absurdas hoy, pues más bien parece como “la heroína de una tragedia antigua que niega la vida, radicalmente desecha todas las realizaciones y posibilidades y por fin llega al convencimiento fatal de que la vida solo es un aprendizaje a morir, en permanente batalla contra los más hondos instintos vitales, en viaje de fuga de las exigencias del cuerpo y sus sentidos, del yo y sus aspiraciones mundanas”

I aún dentro de este retiro las anécdotas se siguen sucediendo como chispas reveladoras de su fuerte personalidad. Cubierta con manta y rezando en la iglesia, un mancebo libre y atrevido se arrojó a decirle requiebros con varias ofertas, solicitándola torpemente y como no le respondiese, le preguntó que qué era lo que allí hacía, continuando su ofrecimiento de vestirla y regalarla. Entonces descubrió ella el rostro y le contestó “Estoy aprendiendo a morir” y el mancebo quedó confundido y no persistió. Tiempo después un Oidor la encontró en la calle y sorprendió a Mariana con un beso en el rostro. Esto la amargó y empezó a rasguñarse el carrillo y hasta quería hacerlo pedazo o cortarlo con un cuchillo. Ella contaba que a veces, cuando estaba en oración, se le aparecían dos perritos de China como para distraerla, como quien dice mandados por el demonio pero ella los cogía y ataba sin miedo, para que no la molesten (Estos debieron ser los famosos perros yuchos o sin pelo, mudos porque no acostumbran ladrar, únicos oriundos de América, hoy raza en peligro de extinción)

Constantemente practicaba la caridad con los pobres, especialmente con los pordioseros que concurrían al hospital de los padres Betlemitas cercano a su hogar, oía misa y comulgaba diariamente, ayunaba como ya quedó dicho y se disciplinaba con sangre, gozando de una paz interior que a veces se perturbaba con reacciones impredecibles, originadas en la tensión ascética en que vivía.

Su hermana Jerónima se hallaba de parto complicada con una apostema pero Mariana gritó “Yo quiero ayudarla” se abrazó a ella y al punto echó la criatura y quedó buena. Habiendo leído en familia, su cuñado Juan Guerrero de Salazar, la vida de una santa y mártir, se le encendió a Mariana el deseo del martirio con tanto fervor que acostándose sana y buena amaneció manca de un brazo, coja de una pierna, la lengua muy lastimada y el cuerpo tan dolorido y lastimado que no se podía mover ni valerse de su brazo por tres o cuatro meses.

Dormía tres o cuatro horas porque se disciplinaba dos veces cada noche gastando las horas del día en misa, rezos y oraciones mentales, así como en impartir el catecismo. Las labores de mano le servían para obtener unas pocas ganancias que entregaba a sus confesores pues habiendo hecho votos de pobreza absoluta no podía manejar dinero.

I como cada vez exigía nuevas y más drásticas penitencias que sus confesores se las concedían. De allí extremó todo, sus arranques de histeria, se abrazaba desnuda a una cruz de madera espinosa hasta sacarse sangre, como cuando se acostó de espaldas y en carnes. Por eso el Arzobispo Pólit Lazo llegó a expresar a principios del siglo XX que las mortificaciones de Mariana de Jesús no las puede entender el mundo, en lo cual estaba muy equivocado pues Sigmund Freud las explicó minuciosamente a través del Psicoanálisis científico, y a tales extremos llegó su anorexia nerviosa, de deshidratación y desnutrición, que no podía ir a la iglesia, llegando a afirmarse en los Procesos que en los últimos siete años de vida no probó bocado sólido y aguantaba en lo posible el tormento de la sed, lo cual debe ser visto como otra exageración más de las muchas con que se ha forjado su hagiografía, tomadas de los procesos canónicos que en su momento en el siglo XVII recogieron una serie de versiones antojadizas por absurdas y exageradas, propias de la ignorancia reinante en el plano imaginario de un estado – religión que trastocaba lo racional y lógico en mágico y milagroso.

Por eso, por esta irrealidad peligrosa, a su psiquis y a su cuerpo en que vivía, le sobrevinieron continuas enfermedades – histeria, hidropesía, dolores de cabeza, calenturas, flujos de sangre por la boca – y un dolor tan vehemente al costado, que si hubiera sido por un cuarto de hora le hubiera arrebatado la vida. Al final le apretaron tanto las calenturas y los dolores de costado que parecía que se le iba la vida, pero ella lo sobrellevaba todo con paciencia y amor, alegría y conformidad, deseando padecer aún más por Dios, sin quejarse ni dar muestras de impaciencia.

El cuarto domingo de cuaresma de 1645 concurrió a la Iglesia de la Compañía a escuchar el sermón del padre Alonso de Rojas, S. J sobre los temblores y amagos de erupciones volcánicas del cráter del Guagua Pichincha que asolaban Quito. Las gentes estaban muy nerviosas e intranquilas y Rojas, en gesto teatral y solemne, ahora hubiera parecido grotesco por exagerado y ridículo, llegó a ofrecer su vida como holocausto a la divinidad para que ésta aplaque su ira. Entonces, Mariana, que vivía en permanente estado de exaltación de los sentidos, no se pudo contener y levantándose de su asiento gritó “Dios mío, mi vida doy porque cesen en Quito vuestros enojos” y enseguida se empezó a sentir mal. Ya en su casa se postró y guardó cama. El Dr. Juan Martín de la Peña, llamado para examinarla, la sangró – lo cual le provocó enorme alegría – y la india Catalina llevó la sangre al huerto y días después se asustó al notar que había crecido una mata de azucena de tres ramas en dicho lugar. El Arzobispo de Quito fray Pedro de Oviedo acudió a reconfortarla y cuando quiso besarle la mano al retirarse, ella la escondió con presteza entre las sábanas.

Pronto se agravó la enferma y perdió el habla, indicando por señas que moriría tres días después y que le llevaran su corona de espinas y una palma que sujetó. Allí le volvió el habla y dijo “Bendito sea Dios que me ha hecho muchas mercedes al haberme quitado el habla” porque entonces se creía que el silencio era santo, aseveración que constituye un ataque a la inteligencia y a la razón, en otras palabras, una solemne idiotez.

I así, tras un proceso de autodestrucción al que ingresó por culpa de sus confesores, falleció en la infraoctava de la Ascensión, el día viernes 26 de Mayo de 1645 entre las nueve y diez de la noche, de solo veintiséis años y medio de edad, pero tan achacosa que parecía una anciana, a causa de sus horrorosos excesos antinaturales, “situación límite entre lo real, lo simplemente ilusorio y lo maravilloso” según felices expresiones de Hernán Rodríguez Castelo.

El hermano Hernando de la Cruz, presente en el dormitorio, se quedó una hora estático y vuelto en si anunció a los presentes que el alma de la difunta ni siquiera había pasado por el purgatorio, que ya estaba en los cielos y reverenció el cadáver besando sus manos y pies. Enseguida siguieron los demás, que eran muchos, entre sacerdotes y público circunstante, de suerte que no hubo en Quito muerte más aplaudida de Santa que la de esta “dichosa virgen” que enterraron donde los jesuitas según había sido su voluntad, vestida de su sotana como hija de confesión de la Compañía e hicieron bien pues por causa de sus sádicos confesores fue que padeció tanto y murió tan joven.

“Su temprano deceso marcó en la colonia ecuatoriana su hora más importante y el clímax de la negación de la vida como pináculo máximo de un sistema que fomentaba sentimientos de culpa y penitencia y que exaltó a esta doncella de aterradora mortificación, como el paradigma de mujer quiteña, es decir, la santa.”

“De allí en adelante lo acético y lo sombrío se estabilizó en la colonia hasta finalizar el siglo XVIII cuando las doctrinas nuevas venidas de Francia y el método experimental acercaron a los hombres hacia las cosas y la naturaleza, esa gran dinámica de la historia que es el lento retorno de lo reprimido volvió a actuar” finalizando el sistema teocrático y el oscurantismo iniciado en el Contrarreforma.

El domingo fue su entierro en la Iglesia de la Compañía, numerosos sacerdotes vestidos de sobrepellices cargan el ataúd. La turba se lanza a tocarla con algodones, pañuelos y rosarios, llegan inclusive a arrancarle pedazos del hábito franciscano y debe ser vestida nuevamente. El Presidente de la Audiencia ordena que sea custodiada por soldados, que luchan contra la gente con sus espadas desenvainadas. Finalmente el cortejo logró llegar al altar de la Virgen de Loreto en cuya bóveda ha pedido que la entierren pero como está sin concluir la colocan provisionalmente en la bóveda de Juan de Vera y Mendoza en la Capilla de San José. El sermón corrió a cargo del jesuita Alonso de Rojas que habló ante un templo repleto de gente.

De todas maneras, a pesar de su “sacrificio”, siguieron los temblores y ocurrió la tan temida y esperada erupción volcánica.

En 1667, a los veinte y dos años de su “gloriosa muerte,” se inicia el Proceso que el Capitán Baltazar de Montesdeoca, Procurador General de la ciudad de Quito, manda hacer en nombre del Cabildo pero tuvo que pasar muchos años para que Mariana de Jesús fuera declarada Heroína Nacional por el Congreso mayoritariamente conservador de 1946. En 1950 fue canonizada por la iglesia Católica que así premió su ortodoxia y total sujeción a las disposiciones del Concilio de Trento de 1583. En realidad, la santidad es un simple título, una condecoración que la Iglesia otorga, nada más. Paco Villar realizó un film sobre su vida y muerte en Quito en 1959, calificado de pésimo por la inestabilidad de la fotografía y las actuaciones exageradas, pero, sin embargo, es el primer intento nacional de reconstrucción histórica ya que se consiguió ambientar la época con esculturas, pinturas y mobiliario original del siglo XVII

La dulce niña de precoz inteligencia y que falleciera convertida anticipadamente en una anciana achacosa, hoy por hoy, nada dice al pueblo de su Patria el Ecuador, pues transformada en santa, esculpida en estatua y retratada en estampa, solo representa la violencia y la flagelación para el control del instinto, y el cuerpo atormentado para domar la naturaleza, dentro de un contexto ideológico sustentado que concebía al sexo como una energía maligna que debía ser reprimida, únicamente orientada hacia la reproducción de la especie. Pero a pesar de ello Mariana de Jesús es un personaje real, histórico, declarada Heroína Nacional, que no debe ser olvidado..

Como una pequeña muestra de sus sacrificios diarios vale la pena copiar el horario que se impuso bajo la influencia de los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, a saber:

A las cuatro me levantaré y haré disciplina, pondreme de rodillas, daré gracias a Dios. Repasaré los puntos de la pasión de Cristo.

De cuatro a cinco y media, oración mental.

De cinco a seis y media, examinarla. Pondreme los silicios, rezaré las horas hasta la Nona, haré examen general, iré a la Iglesia.

De seis y media a siete me confesaré.

De siete a ocho prepararé el aposento de mi corazón para recibir a mi Esposo.

De ocho a nueve sacaré Animas del Purgatorio y ganaré indulgencias por ellas

De nueve a diez rezaré los quince misterios de la corona de la Madre de Dios.

De diez al tiempo de una Misa, me encomendaré a mis Santos devotos, los domingos y fiestas hasta las once.

Después comeré, si tuviere necesidad.

A las dos rezaré Vísperas y haré examen general y Particular.

De dos a cinco haré ejercicios de manos y levantaré el corazón a Cristo.

De cinco a seis, lección espiritual y rezas Completas.

De seis a nueve, oración mental.

De nueve a diez saldré de mi aposento por un jarro de agua y tomaré algún alivio moderado.

De diez a doce, oración mental.

De doce a una, lección de algún libro de vida de santos y rezaré Maitines.

De una a cuatro dormiré los viernes en mi cruz; las demás noches en mi escalera. Antes de acostarme tendré disciplina de cien azotes.

Los lunes, miércoles y viernes (advientos y cuaresmas) la oración la tendré en la Cruz. Los viernes garbanzos en los pies, y una corona de cardas me pondré y seis cilicios de cardas. Ayunaré toda la semana, los domingos comeré una onza de pan. I todos los días comenzaré con la Gracia de Dios.