SANTO.- Nació en Lima el 11 de Noviembre de 1579 y fue bautizado el 9 de Diciembre en la parroquia de San Sebastián. Hijo del Capitán Juan de Porres y Miranda, natural de Burgos en España y de condición hidalga y de Ana Velásquez, esclava natural de Panamá, hija de esclavos Horros apresados y traídos de Africa.
Nació en el traspatio de una casa de su padre fronteriza al Hospital del Espíritu Santo y fue bautizado con el nombre de Martín en honor a su tío paterno que vivía en Guayaquil casado con Catalina de Carranza y Contero (Hija de Martín González de Carranza y de Ana Contero y Ponce de León) pero en la partida bautismal se dijo que era hijo de padre desconocido debido a su condición de mulato de piel morena y gruesos rasgos.
Posteriormente nació una niña hermana suya llamada Ana con todas las características de la raza blanca, en una casa de la calle del Espíritu Santo. Entonces se le movió el corazón a don Juan de Porres, liberó a su esclava y reconoció a sus dos hijos, a quienes visitaba semanalmente, pero el casero se enteró de esos furtivos devaneos y les pidió que desocuparan, pasando Ana y sus tiernas criaturas a vivir en una pobre choza situada bajo el puente, en el barrio de Malambo, ganándose la vida como lavandera e inculcando a sus hijos los preceptos de la moral cristiana. Martín crecía bueno y servicial, compadeciéndose de los más pobres y haciendo la caridad con los afligidos.
Hacia 1585 don Juan de Porres se ausentó a Guayaquil con Ana Velázquez y sus hijos, acomodándoles en una modesta morada al pie del cerro Santa Ana y muy cerca de la casa de su hermano y les puso de profesora a Isabel García, que enseñaba a leer y a escribir a los niños del barrio. En 1589 fue designado Gobernador de Tierra Firme (Panamá) Con tal motivo volvió a Lima para tomar órdenes del Virrey y el 92 partió a cumplir su destino administrativo, no sin antes pasar por Guayaquil dejando algún dinero a su tío don Diego de Miranda y Paz, a quien encargó que velara por los niños Martín y Ana.
Martín solamente tenía trece años y como parece que el tío dejó de atenderles económicamente viajó a Lima con su madre y hermana y entró a trabajar a una botica de hierbas que tenía un matrimonio del vecindario formado por Matheo Pastor y Francisca Vélez donde se familiarizó con enfermedades y remedios. Poco después el Cirujano barbero Marcelo Ribera lo llevó de ayudante y le enseñó a cortar el pelo, hacer la barba y los bigotes, a sangrar y a colocar sanguijuelas, a sacar dientes y muelas, a curar toda clase de heridas y reducir fracturas de los huesos y en fin, a conocer las principales enfermedades y a recetarlas. En todo eso demostró ser muy diestro y era buscado por numerosas personas debido a que tenía buena mano, sobre todo para sacar muelas casi sin dolor.
En 1600 llegó una carta de su padre comunicando que el Rey Felipe III lo había premiado con la Cruz de Caballero de Santiago y que les iba a enviar lo suficiente para el mantenimiento (posiblemente deseaba tenerlos alejados de Panamá porque no le convenía que se conociera que era padre de dos mulatos).
El honor conferido a su padre alegró mucho a Martín que siempre guardó sentimientos de gratitud para su padre, pero como solo ambicionaba dedicarse por entero a Dios y al prójimo; con el permiso de su madre solicitó al portero del convento dominicano de Nuestra Señora del Rosario, que lo admita como el último hermano de la comunidad, sin derecho a practicar estudios ni a vestir el hábito y tanto insistió en el pedido que el Provincial terminó por acceder y Martín ingresó al Convento el 2 de Junio de 1603 de veinticuatro años de edad.
Meses después llegó la noticia a oídos de su padre, quien escribió a fray Juan de Lorenzana para que le hiciera promover en la Orden, pero todo fue inútil pues Martín siguió de Lego o lo que es lo mismo, de donado, barriendo los claustros, tocando las campanas, abriendo la puerta y en oficios aún más humildes porque nunca aceptó desempeñar otros.
Su mayor felicidad era seguir en todo las constituciones de la Orden dominicana y cumplir con los tres votos esenciales de pobreza, obediencia y castidad. De ordinario ceñía su cuerpo con silicios de crin de caballo y otras disciplinas para mortificar la carne, vistiendo ropas remendadas y usando zapatos gastados y tan viejos que daba pena verlos. No tenía celda propia y como terminó curando a los enfermos, que eran muchos, porque el Convento albergaba a doscientos sacerdotes, a numerosos criados y a cualquiera que iba a solicitar asilo, llegó un momento en que trasladó su catre de palos a la enfermería, sobre el que colocaba una estera o piel de borrego y como almohada usaba un tronco de árbol.
En los Procesos Canónicos seguidos después de su muerte consta que no hubo palabra que no pusiera de manifiesto la pureza de su corazón. Su aspecto irradiaba una gracia que incitaba a devoción y con solo verle se aliviaban los afligidos. Tal su carisma y el buen recuerdo dejado entre los testigos que prestaron declaraciones después de su muerte.
I aunque los Procesos suman miles de páginas es difícil seguir su vida en el Convento pues son tantos los milagros que se le atribuyeron y tantos los hechos portentosos que resultan increíbles a la luz del racionalismo científico, pero están en consonancia con las mágicas hagiografías de esas épocas pasadas; sin embargo, algunos de ellos, dan la tónica simpática por humana.
Sus más conocidos milagros se relacionan con los ratones pues habiendo muchos en el convento, que revolvían las celdas de los frailes, Martín logró atrapar a uno y dizque le dijo: Vayase hermano y dígale a sus compañeritos que no sean fastidiosos ni nocivos y que se muden a la huerta, que yo cuidaré de llevarles alimento suficiente cada día y es fama que el embajador cumplió el encargo y desde ese momento la ratonil muchitanga abandonó el claustro.
En otra ocasión estaban un perro y un gato comiendo en el mismo plato conforme los tenía acostumbrados Martín, cuando un ratoncillo sacó el hocico atraído por el olor. Descubriole el santo y volviéndose al perro y al gato díjoles: Cálmense, porque estaban excitados y al pericote: Sálgase sin cuidado hermano ratón, paréceme que tiene necesidad de comer y haciéndole un puestito lo puso al lado del gato y el perro y comieron los tres animalitos con amor y en santas paces, de donde se deduce que si tres animales tradicionales enemigos pudieron superar sus diferencias, otro tanto podría hacer el género humano si quisiera.
Martín experimentaba éxtasis místicos y levitaba. Esto le sucedía cuando se abstraída en oración. Entonces su cuerpo emanaba una extraña luz que iluminaba la celda, portento que fue presenciado en múltiples ocasiones por sus hermanos del convento. También podía bilocar su cuerpo a la distancia, porque estando en el convento de Limatambo se lo veía en la capital haciendo normalmente sus trabajos, que eran muchos y fuertes.
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Fue el siglo XVI de numerosos santos que florecieron en Sudamérica: Toribio de Mogrovejo, Juan Macías, Rosa de Lima y Francisco Solano pero a Martín de Porres le correspondió ser el más simpático y moderno de todos por su caridad y preocupación social, tan en boga en estos tiempos que aspiran a obtener la redención del hombre en la tierra más que a ganar almas para el cielo, pues en esto del servicio social fue un cristiano caritativo en exceso y hasta en las situaciones más difíciles como aconteció durante una grave epidemia de alfombrilla o sarampión maligno que soportó Lima. También tenía un gran sentido del humor pues cuando recetaba repetía: Hijo, yo te curo, Dios te sane.
En 1639 curó por obediencia al Arzobispo electo de México, Feliciano de la Vega y éste quedó tan agradado que quiso llevarlo consigo a la nueva sede pero Martín se oponía expresando que estaba próximo a la muerte. A finales de Octubre de ese año le sobrevino una infección con calenturas producto del tifus con que se había contagiado dada la falta de higiene imperante en el convento, donde abundaban las pulgas. Los síntomas no cedían ni ante los remedios que le aplicaba el Dr. Navarro. El día 3 de Noviembre recibió la visita del Virrey del Perú, Conde de Chinchón, Luis Gerónimo de Cabrera y Bobadilla, quien le halló deshidratado y con visiones. Por la tarde siguió delirando y vio “al diablo” pero fray Francisco de Paredes que se hallaba en su cabecera limpiándole el sudor, lo confortó con palabras amables y murió a las ocho y media de la noche, tras rezar sus oraciones, en gran paz, delante de la comunidad y en olor de santidad, pues empezó a desprenderse de su cuerpo un suavísimo aroma que fue inundando todo el convento. Había cumplido cincuenta y nueve años de edad.
Cuando se esparció la noticia se reunió un grandísimo gentío que aumentó a las cuatro de la mañana sin que nadie los hubiera convocado y comenzaron a cortar en pedacitos el hábito del difunto. A las exequias concurrió lo más granado del reino formado por los dos Cabildos, el secular y el eclesiástico, los señores de la Audiencia, el Arzobispo de México y el Obispo del Cusco que estaban de paso por Lima, los prelados de todas las Ordenes, el clero y fue enterrado entre los sacerdotes aunque nunca recibió ninguna Orden, honor muy grande pero merecido para premiar su santa vida y muerte, anotaron los Cronistas en palabras sensatas.
Su Proceso de beatificación se inició en 1659 y demoró hasta 1962 porque nadie se tomó el trabajo de entregar el dinero necesario para que avancen los trámites en Roma. Pero cuando subió el Papa bueno Juan XXIII, entonces cambiaron las cosas y escaló aceleradamente y de paso gratis, a los altares, que es como debe ser pero en la práctica nunca ocurre.
Es el patrono de los basureros y los boticarios y ejemplo de lo que puede conseguirse en este mundo a base de humildad y amor al prójimo.