Francisco Jado, hijo del señor Manuel Jado y de la señora María Urbina, y hermano de la inteligente matrona señora Teresa Jado, esposa del General José María Urbina. Nació Francisco Jado en Guayaquil el 3 de junio de 1812. Cuando en 1820 la heroica ciudad proclamo su independencia el señor Manuel Jado, cuyas ideas monárquicas, estaban en pugna con las de la emancipación y Libertad, emigro a los Estados Unidos del Norte, llevándose a su hijo Francisco, a pesar de que el futuro héroe de la Elvira, no contaba aun sino ocho años de edad. De vuelta en 1830 a Guayaquil, comenzó para Pancho Jado, lo llamaron ya con el nombre cariñoso con que le conocían sus coetáneos, la misma vida que para casi todos los hijos del litoral: la vida del comercio. Simple dependiente al principio, muy pronto su señora madre le facilito recursos para que abriera por su cuenta un almacén. Pero la fortuna no le fue propicia. La vara del mercador se rompía en esas manos, destinadas a manejar con gloria una espada, tal como se rompía la rueca en las fuertes manos de Aquiles. Comprendiéndolo así Pancho Jado se alisto en el ejército y Pronto ascendió por si contratación y sus meritos a capitán del batallón Guayas, durante la revolución de Rocafuerte o mejor dicho de Mena. Siguió después sirviendo con el mismo batallón, bajo las ordenes de Ríos marcho a la campaña, Jado se distinguió tanto en ella que en poco meses fue ascendido a comandante y segundo jefe del “Guayas”. Concluida la campaña de la que no saco Flores otra cosa que el grado de Dr. El “Guayas” regreso al litoral donde fue disuelto.
Jado, nombrado entonces Comandante del Resguardo de Guayaquil, desempeño con celo algún tiempo el destino que se le confiaba, pero habiéndose hecho insoportables las arbitrariedades del señor Espantoso, Gobernador de Guayaquil, Pancho Jado renuncio el puesto y estampo su firma en la representación que el comercio en masa de la ciudad elevo al gobierno pidiendo la destitución inmediata de la juventud guayaquileña que ha sido siempre altiva y liberal, fundó un periodiquillo satírico titulado El Spleen, contra Espantoso y sus diarios abusos homónimos de su apellido. Pancho Jado era uno de los redactores de esa hoja revolucionaria y sus artículos, nos dice su digna y veraz hermana en los datos que ha tenido la bondad de proporcionarnos, era conocidísimo, porque en ellos se revelaba la independencia de su carácter ardiente y fiero. Acusado el periódico por el gobierno, Jado lo defendió personalmente el día que se reunió el jurado, ante el cual pronuncio un incendiario discurso, del que solo ha llegado hasta nosotros un fragmento inserto en el ultimo numero de El Spleen. Pancho Jado, sospechoso desde luego, fue aprehendido el 24 de febrero de 1845, días antes de la revolución y enviado a bordo del vapor de guerra Guayas, con la orden inhumana, dada por Espantoso, de que si oía en tierra un solo tiro fuera fusilado en el acto. La señora María Urbina solicito que se le permitiera enviar a su hijo a México en la goleta Rocafuerte del poderoso comerciante español señor Luzarraga, que debía zarpa al otro día. Unió el señor Luzarraga sus ruegos a los de la atribulada madre y consiguió que se accediera a su justo deseo. En consecuencia se traslado a la referida goleta, custodiado por una escolta que estaba mandada por el más caballero de los negros, el comandante Gregorio Rodríguez, vencedor en Ayacucho, a quien hemos conocido y tratado hasta hace pocos años. Don Francisco Robles abordo con temeraria audacia la goleta y liberto ha Jado, llevándoselo en un bote, a la vista de sus atónitos guardianes.
El bote abandono las aguas en que podía ser perseguido, y no so para contadas las virtudes y trabajos de toda clase, que pasaron los dos heroicos patriotas, hasta el 25 de marzo, que pudieron regresar a Guayaquil. Formado de nuevo por disposición del Gobierno provisorio el batallón Guayas, se dio el grado de Coronel, y se hizo su primer Jefe a Pancho Jado. El Comandante Francisco Boloña, que murió muchos años después de General de la Republica, fue el segundo jefe del bizarro cuerpo. Conocedor Elizalde, que tenía el mando en jefe de las tropas nacionales, de la bravura sin igual de Jado, le mando, como nadie lo ignora, en uno de los recios combates que se sostuvieron en la vieja bodega, con el aguerrido ejército del gobierno, mandado por Otamendi, que se colocara en la hacienda la Elvira, Boloña pudo a duras penas salvar los restos gloriosos de ese batallón de leones, cuyo mando le correspondía de echo. A robles, le arranco una bala su anteojo de la mando le correspondía de echo. A Robles, le arranco una bala su anteojo de la mano. Pancho Jado fue arrojado al fondo de una canoa de piezas, que ataron en una cadena a tierra, hasta que termino el combate, desfavorable para los revolucionarios. Cuando los vencedores fueron a buscar su presa, Jado tuvo aun fuerzas para romper la espada, que había conservado y arrojarla al agua diciendo: “Pueden matarme; pero yo no me rindo a los tiranos”. Atacada nuevamente La Elvita el 10 de mayo, el prisionero fue colocado inhumanamente, con otros compañeros y correligionarios suyos en las trincheras, para que sirvieran de blanco a sus propios amigos, crueldad digna del asesino de los 350 veteranos del Vargas.
En efecto uno de los cascos de las botijas que formaban dicha trinchera, le dio tan terrible golpe en las piernas heridas, que el heroico mancebo cayo desmayado pero sin proferir la más leve queja, admirando con su valor sobrehumano a sus propios verdugos. La señora María Urbina, cuyo amor por sus hijos solo puede ser comparado al de la romana Cornelia, envió un comisionado con una carta al general Flores. Dicho comisionado debía negociar, mediante el compromiso del Gobierno y la señora Urbina ofrecían que el joven volvería a la Elvira así que se restableciera. Flores no quiso acceder. El 13 de mayo hubo necesidad de amputar una de las piernas al prisionero. La difícil y delicada misión fue confiada y a un barbero. El resultado de la operación no era dudoso. El pobre pancho Jado, tan valiente, tan generoso, tan temido por sus enemigos, murió en manos del bárbaro soldado advenedizo, que no tuvo escrúpulos para mandar mutilar el cuerpo del joven Aquiles guayaquileño. Cuando los tratados de paz se iniciaron, la señora Urbina pidió que se le entregara el cadáver de su hijo. Mando flores que se exhumaran los restos gloriosos del prisionero, a quien debió honrar mejor y proteger contra el destino y que fueran enviados a Guayaquil, donde se los recibió con gran pompa y con muestra de sincero dolor; pero el cadáver fue remitió sin la pierna amputada. Incansable la señora Urbina, rogo a Don Juan Francisco Millán, que marcho a celebrar los tratados definitivos, que tratara de recobrar aquel miembro arrancado de su cuerpo de su hijo querido. Opusieron algunas dificultades al comisionado; mas al fin el Coronel dijo que sabia donde había sido enterrada la piernas y efectivamente la entrego al señor Millán. Llevada a Guayaquil, como se hubiera susurrado que la operación que ocasiono la muerte había sido una crueldad fríamente premeditada e innecesaria; la señora Urbina hizo reconocer el cadáver por los doctores la Vergna y Destruge, ambos de opiniones contrarias a la revolución, quienes expresaron en su informe científico: que no habiendo roto la bala el hueso ni interesado ninguna parte esencial, la amputación había sido hecha por la ignorancia del individuo que asistió a Jado y por la crueldad del jefe que consintió en ella. El cadáver no pudo ver identificado sino por la dentadura, que pancho jado tenía muy blanca y cuidada. Este fue el único resto de la varonil belleza del joven Coronel de su hijo idolatrado el que contemplaba llena de horror inhumano el cuerpo en el cementerio de Guayaquil, espera allí que la justicia popular levante un mausoleo, para que reposen sus cenizas y lo coronen con el estatua el héroe, que fue uno de los primeros y más gloriosos mártires de nuestra sacrosanta libertad.