ARAUJO JOAQUIN MIGUEL

TEOLOGO.- Nació en Quito y fue bautizado “en el libro de niños nobles” el 4 de Febrero de 1774 en la Capilla del Sagrario como hijo legítimo de Carlos de Araujo y Tomasa González. Inició sus estudios en el Colegio Seminario de San Luís y los continuó en la Universidad de Santo Tomás de Aquino. En 1795 se graduó de Maestro en Filosofía y el 98 de Doctor en Teología, dominando el latín y leyendo en griego, francés e inglés. Se le tenía por joven sujeto de conducta irreprensible.

Profesor de Teología Dogmática en el San Luís y al decir de su biógrafo Juan León Mera, profundizó como pocos en Quito las ciencias eclesiásticas y filosóficas. Por esos días recibió el presbiterado y habiendo vacado el Vice rectorado de la Universidad lo ocupó a pesar de sus cortos años con general contentamiento Examinador Sinodal; mas, al cumplir los treinta renunció a sus cátedras para andar de pueblo en pueblo en calidad de simple misionero, predicando y confesando a las gentes, cuando por la amplitud y profundidad de sus conocimientos (abarcaba la teología, la filosofía y la literatura clásica) podía brillar en las mejores cátedras de su tiempo.

En 1808 fue Párroco en Ambato y al siguiente año el Obispo José Cuero y Caicedo, que sabía de sus conocimientos, le ordenó presentarse en Quito para obtener ese curato en propiedad, pero la revolución del 10 de Agosto de 1809 que todo lo trastocó con su secuela de alborotos y guerras intestinas le alejó hacia Otavalo, hasta donde fue llamado en 1814 por el Obispo de Cuenca, José Quintián Ponte y Andrade a trabajar en dicha ciudad, se le tenía en alta estima por su saber y su fidelidad a la causa realista y fue enviado a ocupar el curato de la vecina población de Baños famosa por sus piscinas termales.

En 1815 fue nuevamente a Quito, ocupándose en la cátedra sagrada por sus conocimientos en las Sagradas Escrituras, Santos Padres y demás ciencias eclesiásticas. Su amor a los libros le convirtió en un gran bibliógrafo pues no escatimaba medios para adquirirlos, inclusive molestando a sus amigos de otras ciudades del país.

Le unía desde los años de escolaridad una gran amistad con José Joaquín de Olmedo, a quien el excelso poeta tenía por su querido y respetado amigo, confiando en su acertado criterio para resolver dudas e intimidades literarias.

En 1822, tras el triunfo de las armas patriotas en la batalla de Pichincha y liberados estos territorios del dominio español, se sintió desalentado y no quiso vivir Quito, al principio pensó en una pequeña población como Pujilí para dedicarse a lecturas de provecho, pero finalmente se decidió por Ambato, allí adquirió una pequeña finca donde pasaba los meses destemplados de Junio, Julio y Agosto y una casita al final de la carrera Sucre, en la plazoleta de San Bartolomé y consistía en un una huerta al fondo y un jardinillo al frente pues le encantaban las plantas, con dos gabinetes, en el uno estaban sus libros acomodados en orden y limpieza y el otro le servía de dormitorio, en medio de ambos un salón de recibo para atender a sus amistades.

Siempre que podía se ausentaba a los pueblos cercanos para dar los ejercicios espirituales. Riobamba, Guano, Latacunga y las pequeñas parroquias aledañas a Ambato le vieron en estos menesteres pero a los dos años salió de su voluntario exilio con dos folletos doctrinales: “La impugnación de la nota del señor Funes sobre tolerancia” editado en Popayán y que casi no circuló en Quito y una “Refutación al milenarismo del Anti Lucrecio,” hoy posiblemente perdida, ambas producciones le situaron en la cima de la crítica teológica.

En 1825 editó también en Popayán una “Disertación sobre la facilidad de ordenar y sobre la multitud inútil de sacerdotes” pues la relajación y decadencia del clero era evidente. Araujo clama porque el Obispo Jiménez de Enciso, que a su juicio, olvidando la condescendencia muy propia de él, debía ser más riguroso en las ordenaciones sacerdotales, en síntesis, reducir su número para ganar en calidad. El asunto había comenzado cuando Araujo se enteró de la ordenación de dos “diocesanos muy idiotas y corrompidos”. Entonces escribió una carta cerrada que hizo llegar al Ilmo. Salvador Jiménez de Enciso, Obispo de Popayán, alertándole sobre los peligros de ordenar a esta clase de sujetos, pero solo consiguió provocar su enojo, razón por la cual, dada la gravedad del asunto, se decidió a editar la Carta por la imprenta. La disertación llegó a circular aunque en escaso número y debió traerle problemas pues tocaba a un asunto candente como era el regalismo. El Obispo respondió mediante folleto que también salió en Popayán y que a su vez fue contestado por el Dr. Luís Fernando Vivero y Toledo, muy amigo de Araujo. Esta polémica le mostró como un crítico de severo y recto criterio en los asuntos del clero, capaz de enfrentar a la autoridad eclesiástica, de manera que no debe asombrar que en 1828 el Obispo de Cuenca, Calixto Miranda, le designe censor del libro primero de fray Vicente Solano Machuca, titulado “La Predestinación y reprobación de los hombres según el sentido genuino de las escrituras y la razón”.

Esta misión debió tener dos sustentos: El primero que Araujo era la persona más idónea para opinar sobre asuntos teológicos en el país y segundo que era un sujeto imparcial por no vivir en Cuenca. El Dr. Andrés Villamagán, que le conoció durante su estadía en la capital azuaya, le calificaría de “espejo de los eclesiásticos virtuosos,” tal su buena fama.

Solano en cambio, era un oscuro fraile franciscano que recién se estaba presentado como escritor “ de estilo fácil, habilidad y facundia,” pero ya se le sabía insultador rabioso y grosero pues con motivo de varias críticas a su libro había contestado mediante tres hojas con epítetos denigrantes (contra el Canónigo Andrés Villamagán, el padre José Lozada y el Fiscal eclesiástico Landa y Ramírez) a buena cuenta que tenía a su favor el apoyo del Intendente del Departamento del Azuay General Ignacio Torres y Tenorio y manejaba imprenta propia, la única que por entones funcionaba en Cuenca; de manera que al enterarse que Araujo iba a leer su obra le envió los tres folletos ya mencionados con la finalidad de amedrentarlo, pero no lo consiguió pues Araujo produjo su “Censura Crítico – teológica, hecha por orden del Imo. Señor Dr. Calixto Miranda, Obispo de Cuenca y Gobernador de la Diócesis de Quito, sobre el libro titulado: La predestinación y reprobación, según el genuino testimonio de las Escrituras y la razón, por Fray V. S. “

Este estudio crítico comienza por reconocer méritos a Solano al decirle ¡No es el autor de aquellos hombres superficiales que desfloran algo los libros y se pone4n a escribir inmaturamente, ha estudiado bastante su asunto, lo ha meditado fuertemente, ha leído con aplicación, presenta por lo común su modo de pensar con claridad y método….” pero al mismo tiempo le señala sus tremendos errores interpretativos, motivados posiblemente por “indigestas lecturas de groseros textos jansenistas del siglo XVII” que establecían un número exacto de seres predestinados desde el principio de los tiempos para gozar de la gloria de Dios siendo réprobos los restantes.. Está tontería, que no soporta ni la más ligera crítica (ahora es esgrimida por la “Wacht Tower Company, de los Testigos de Jehová”.

Al llegar la Censura de Araujo a Cuenca, Solano pudo leerla y la replicó con “El baturrillo o censura crítico teológica por don Veremundo Farfulla, analizada y reducida a su verdadero punto por el fraile V. S.” en 60 págs. Cuenca, 1829, pero no fue respondido pues Araujo era de índole suave, temperamento calmado, gustaba emplear la delicadeza de la urbanidad. I todo habría terminado si el libro de Araujo no hubiera sido editado en Cuenca diecisiete años más tarde, en 1846, cuando éste ya no vivía, posiblemente por mano de algún malqueriente de Solano pues que en la Advertencia que precede a la Censura de la obra se dice “acaba el Padre – Solano – de publicar un impreso titulado Trabajo Perdido, en el que habla con el mayor descaro en favor de sus errores y ofende atrozmente la reputación religiosa y literaria del sabio y virtuoso Dr. Miguel Joaquín Araujo. El asunto concluyó cuando nueve año más tarde, en 1857, La Predestinación fue puesta en el Indice de Libros Prohibidos por la Iglesia y tuvo Solano que retractarse ante el Papa.

Araujo, motivado por la lectura de la obra de Solano – inspirada en la del jesuita Manuel Lacunza y Díaz, a su vez discípulo de Jansenio – profundizó se dio a escribir una refutación – en esta ocasión a Lacunza – que debió ser obra de mucha enjundia en materia de ciencia teológica, pero no ha llegado a nosotros.

De 1828 hizo amistad con el misionero inglés James Thompson que recorría esta parte del nuevo mundo enviado por la “British and Foreing School Societ” promocionando la lectura del Nuevo Testamento sin las notas ni los comentarios existentes en la llamada Biblia católica. Como antecedente al viaje de Thompson cabe mencionar que Vicente Rocafuerte, por entonces de Ministro Plenipotenciario de México en Londres, había fomentado la distribución de la Biblia en el nuevo mundo. En Quito Araujo aprobó el reparto de estas Biblias mientras en Cuenca fray Vicente Solano escribía un artículo furibundo contra ellas en su periódico “El Eco del Azuay” por mutiladas debido a que no contenían el Libro de los Macabeos, producción que calificaba de monstruosa, por ser obra de luteranos y calvinistas.

En 1833 Araujo fue electo Diputado y el 34 hizo llamado a la Convención convocada por los revolucionarios que apoyaban el gobierno del Dr. José Félix Valdivieso contra del Presidente Juan José Flores, que se hallaba atareado en la costa combatiendo a los guerrilleros Chihuahuas de Vicente Rocafuerte y al año siguiente, el 35, fue propuesto su nombre para diputado por la provincia de Chimborazo a la Convención que debía reunirse en Ambato, pero fiel a su costumbre de no aceptar cargos políticos se negó en ambas ocasioes.

En 1838 el Profesor Isaac Wheelwright traído por Rocafuerte como director del colegio de niñas de Quito publicó una hoja titulada “Cuatro palabras a los sabios” y la hizo circular clandestinamente,          sosteniendo

la utilidad de la lectura bíblica, implorando con humildad las luces del Espíritu Santo y que la versión de la Sociedad Bíblica que difundía no se apartaba de la traducción aprobada por la Iglesia, citando “el parecer de un hombre ilustrado y candoroso” – el Dr. Araujo – acerca de los ejemplares del Nuevo Testamento que se han introducido en esta ciudad: He examinado esta traducción de las Sagradas Escrituras palabra por palabra y doy mi testimonio de que está conforme a la del R.P. Scio, al pié de la letra, sin la más mínima variación.”

Pero el Fiscal Eclesiástico Chica acusó a Weelwright, se encendió la polémica y salieron al paso el Padre Juan José Clavijo Canónigo de la Catedral, el dicho Promotor Fiscal Dr. Landa y Ramírez, el Cura Romo de Latacunga hasta que Rocafuerte cerró la discusión clausurando la imprenta donde se imprimía tales libelos; sin embargo, Araujo se vio en entredicho frente a sus pares religiosos y para curarse en sanidad publicó ese año “Disertación sobre la lectura de la Biblia en lengua vulgar. Con breves notas sobre la vindicación que ha publicado el señor Isaac Weelwright, preceptor de niñas educandas de Quito, por haberle acusado el señor Fiscal eclesiástico de dogmatizante contra la creencia católica.” En esta aclaración Araujo se queja de Weelwright pues habiendo sido recibido como huésped con confianza y afecto, ha perturbado el régimen y orden doméstico y puesto en alarma a la familia. entonces comienza su reivindicación dentro

del cerrado ambiente eclesiástico quiteño del tiempo, y lo hace con extrema prudencia, para deslindar posibles responsabilidades por haber propendido a la lectura libre de la Biblia, indicando que al comparar el texto del Nuevo Testamento que le proporcionó el misionero británico Thompson, lo hizo en junta con el padre maestro fray Antonio Pástor de la orden de San Agustín, con la versión del padre Scío (oficial de la Iglesia) y lo hallé conforme. Luego trata sobre la utilidad del conocimiento bíblico y alega que debe leerse la Biblia con notas, pues de otra forma es un cuerpo muerto, por no contar con la presencia del Espíritu Santo.

Nada más se conoce de su vida, a no ser que falleció el 13 de Febrero de 1841 en horas de la mañana, en su retiro de Ambato, a los sesenta y siete años de edad, con fama de sabio en asuntos eclesiásticos.

Siempre había sido dispéctico y nunca gozó enteramente de salud habiendo tenido temporadas de hipocondría. Al final de su vida le mató una inflamación prostática y a la vejiga que le tuvo algunos días en cama. Su cadáver fue conducido al vecino templo de Santo Domingo por la tarde y al día siguiente recibió sepultura.

Flojo, aperesado y débil para los ejercicios corporales, prefería la quietud y la lectura. De mediana estatura, enjuto de carnes, más moreno que blanco, pálido y casi siempre caminando con la cabeza inclinada hacia delante. Encaneció al final de su vida, de manera que su cabello negro original se perdía. Tardo en andar, parco en palabras, grave en sus expresiones. Suave y atento en el trato con sus semejantes, su aspecto era melancólico y venerable.

No fue un escritor de fácil lucimiento y estilo popular como para conquistar lectores, prefirió ir por los caminos del convencimiento y la razón. Fue, pues, un escritor serio, versado, con muy poco de chispa e ingenio, aunque con fina ironía, según opinión de Hernán Rodríguez Castelo que es quien lo ha estudiado a fondo entre nosotros. Mera en cambio anota que era tanta su curiosidad por instruirse que llegó a pagar a un convento de Quito la elevada suma de doscientos pesos para que le enviaran a Ambato por un año las obras de San Juan Crisóstomo, que deseaba leer en griego y que el Arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera, que le conocía desde cuando había sido su alumno en Quito, le tenía en tan alta estima, que lo buscaba para resolver muchas cuestiones difíciles, así como también lo hacían el metropolitano de Lima, el Obispo de Popayán y sus amigo los Drs. José Joaquín de Olmedo y Luís Fernando Vivero y Toledo, éste último, su discípulo en el San Luís de Quito.

Debió ser un orador de fuste y dejar muchos sermones escritos empero ninguno de ellos ha llegado a la posteridad, de manera que como orador solo queda su fama, nada más