83. Los dos cuchillos y algo más

El anecdotario de la obra “Los dos Cuchillos” o “Gobierno eclesiástico y pacifico”, que escribiera Gaspar de Villaroel, es numeroso y diverso. Cuenta Villaroel que el Marqués de Montesclaros. Virrey del Perú, refería que en Sevilla había quedado un asistente suyo, viejo y medio chiflado, que creía ser la Santísima Trinidad y que un día se le presentó sucio y con la ropa desgajada, así es que el Marqués le preguntó con sorna ¿Cómo es posible que siendo la Santísima Trinidad estéis así de roto? Esto es, señor ¡porque somos tres al romper! le respondió riéndose el loco y el bromista Marqués quedo chasqueado.

El Abad San Besarión tenía un nuevo testamento copiado a mano y sobre pergamino que reputaba muy valioso y se entretenía en leerlo con gran consuelo. Un día se lo robó un monje y fue a venderlo lejos, dejando el manuscrito en manos del presunto comprador para que lo estudiara con detenimiento. Esta persona viajó al convento a consultar el precio con Besarión, que al ver la obra, dijo: “Vete con Dios, esta obra no está cara”… guardándose de avisarle el robo. Al otro día volvió el monje ladrón por su dinero y el comprador le manifestó: “Cuenta las monedas que ya llevé el libro donde Besarión para que lo estudie y me ha dicho que está barato”. El monje se avergonzó del robo  y no quiso tomarlas, corriendo a devolverlo a Besarión y le pidió perdón, pero el santo, lejos de aceptarlo agregó: “Te perdono, pero léelo tu, que buena falta te hace… ¡Te lo regalo!

Vivía un monje en su retiro haciendo mofa del mundo y tenía por celdas dos pequeños cuartos y muy contados muebles y ropas; cuando un día, mientras rezaba en uno de los cuartos, notó que dos ladrones entraban al otro, hacían un atado con sus bienes y libros y los cargaban sobre un borrico. Entonces el perjudicado se levantó con gran paz y los saludó: ¡Hijos míos! ¿A dónde nos mudamos? Ellos, obstinados y groseros, se fueron con burlas y el monje quedó a su vez riendo…

Diego el Ermitaño, santo varón de Dios, moraba en una cueva de Porfírión en el Asia cuando algunos burdos individuos decidieron ponerlo a prueba enviándole una mujer de malas costumbres y esa noche, mientras Diego dormía, ella tocó la puerta y fingiendo gran susto por las fieras de los alrededores, pedía entrar. Déjeme entrar, soy del monasterio y he perdido mi camino – Vete mujer, contestó el santo desde adentro, sin atreverse a abrirle, pero tanto molestó la perversa que al fin logró sus propósitos y penetró a la cueva con suplicas y lloros.

Una vez en el interior, gritó que le dolía el corazón y se tendió en el suelo a revolcarse. El pobre santo no atinaba a curarla y ella le rogó que le frotara aceite tibio en el pecho, desnudándose como Dios la había mandado al mundo y Diego – en vista de tanto escándalo – le comenzó a aplicar el aceite y cada vez que retiraba la mano del pecho de la supuesta enferma, esta comenzaba a quejarse y en tan ridícula porfía se estuvieron ambos cosa de diez minutos, hasta que el santo varón comenzó a sentir extraños deseos y para no caer en pecado, solo atinó a poner la mano libre sobre el fuego! y dándose cuenta la mujer del sacrificio, reaccionó favorablemente, pidió perdón y convirtióse. El Ermitaño Diego la mandó con recomendaciones donde el Obispo Alejandro, que la metió en un convento; luego de ello Diego abandonó la cueva y buscó un sepulcro más alejado aun, alimentándose de hierbas hasta que ocurrió su pacífica muerte, que sirvió de ejemplo a todos por igual.

Felipe IV salía una tarde con lucido séquito a pasear por las calles de Madrid cuando oyó a mitad del camino un ruido de voces y preguntó la razón. ¡Es un cura burdo que lleva el viático y no quiere ceder el paso! Oír esta respuesta y bajar del caballo, fue todo uno, arrodillándose delante del viático con toda la corte y pasó el cura y detrás de el fue él rey y los suyos hasta la casa del moribundo, donde esperaron la salida para volver a acompañar hasta la iglesia parroquial de Nuestra Señora de Atocha. Ejemplo digno de imitación para los demás reyes del mundo, según apuntó Villaroel.

Fray Luis López de Solís, Obispo de Quito, era tan generoso y desprendido de los bienes materiales que en cierta ocasión, mientras él mismos remendaba su viejo hábito, un criado que lo vio, le dijo: Monseñor, en vuestras cajas hay dinero suficiente para comprar cien hábitos de armiños. ¿Por qué pierde su tiempo remendando éste que ya es muy viejo? ¡Idos con Dios! le contestó el Obispo, que soy un pobre fraile mayordomo de los que no lo son. Ese dinero no es mío, con este hábito vine a ser Obispo y habiéndole pedido a Dios que me entierren con él, si no lo remiendo, no lo harán sin milagro. Bueno y limosnero, López de Solís, pues construyó de su peculio el famoso Seminario de San Luis en Quito y dejó imborrables recuerdos.