56. Procesiones, milagros y tauromaquia

El Oidor Cristóbal de Ceballos y Borja era tan creyente que pasaba por cándido pues de todo hacia motivo de alharaca. Una mañana que estaba en su casa con varios amigos celebrando su onomástico, empezó a dar de gritos y a hacer muecas de asombro ¡Madre mía! ¡Que maravilla! ¡Esto es milagro! y señalaba a los sorprendidos invitados un papel muy fino, sobre el que se había servido varias suculentas empanadas de morocho rellenas de carne y que por haber destilado aceite habíanlo dejado manchado de grasa. Pues bien, en la mancha creía el buen Oidor distinguir a la Virgen con el niño en sus brazos y como todos al punto se levantaron y creyeron, pronto se armó el alboroto y vinieron vecinos y salieron con el papel y lo enseñaban por las calles formándose una procesión de crédulos eufóricos hasta que el propio Ceballos reclamó su papel maravilloso y lo llevó a casa, donde lo guardó bajo llave.

El caso habría finalizado si al día siguiente el pueblo no se hubiera arremolinado pidiendo misa a gritos para honrar a la Virgen de la Empanada. Saberlo el Obispo Diego Ladrón de Guevara y amenazar con excomunión mayor a todos los incautos que propagaban el nuevo culto fue solo uno, con lo que terminó tan ridículo incidente antes que pudiera propagarse por otros pueblos.

Igual de tonto fue el caso de la Virgen de la Nube que ocurrió durante uno de los rosarios procesionales que salían de los conventos de Quito y llegaban a la catedral. El 30 de diciembre de 1696 iba dirigiendo las plegarias el Presidente Licenciado Mateo de la Mata y Ponce de León, magistrado bien entrado en años, de gran responsabilidad y devoción y las oraciones estaban dedicadas a obtener la mejoría del Obispo Dr. Sancho de Andrade y Figueroa, desahuciado en cama con pulmonía. De Guápulo se había hecho traer la imagen de la Virgen de Guadalupe y la concurrencia era numerosísima cuando arribó al atrio de la Iglesia de San Francisco, pero he aquí que el Presbítero José de Ulloa y de la Cadena vociferó que veía a la virgen en el cielo formada por una nube blanquísima.

La procesión se transformó en un maremagnum, unos si veían y otros no veían nada, pero no faltaron los que dieron hasta detalles de la aparición. El asunto fue rápido, quizá no pasó de los diez segundos, pero las almas más piadosas se sintieron transportadas al grado máximo de la dicha humana, lloraban y hasta se desmayaban. El Vicario General, Pedro de Zumárraga, instauró el proceso eclesiástico con miras a conocer la verdad y tomó varios testimonios. El Obispo sanó porque era fuerte y tuvo para rato, edificando en la Catedral un suntuoso altar a la “Virgen de la Nube” que aún se conserva en memoria de tal prodigio.

La Tauromaquia fue otra de las debilidades de nuestros antepasados y no hubo español que no pidiera “toros” a gritos, siquiera para recordar en eso a la madre Patria. Diego del Corro y Carrascal principió a gobernar como Presidente de la Audiencia en 1670 y organizó un coso en la plaza mayor con corridas los jueves por las tardes, que comenzaban a las dos, con gran puntualidad. Se sacaban amarrados los novillos y se toreaba con donaire y distinción. El Presidente reía a carcajadas viendo las idas y venidas de los transeúntes y comerciantes que no querían perder la oportunidad de hacer sus cosas y vender, sobre todo si era época de cosecha o si había feria. Numerosos accidentes ocurrían en dichas corridas bufas, pero como el Presidente las expectaba desde su ventana, el asunto no entrañaba peligro para él.

Las indias viejas botaban sus canastas, eran perseguidas, gritaban, se entusiasmaban y terminaban por festejar las ocurrencias de los novillos y a eso de las cuatro o cinco, se terminaba de encerrarlos para dar paso a la procesión del Rosario. ¡Tiempos de diversión los de antaño!

Los sábados se corría en la plaza de la Carnicería y frente a la Caja de Rastro. En Guayaquil también se dieron corridas, pero no han quedado noticias.  

Otro notable defecto colonial fue presumir, es decir, la fatuidad. Del Oidor Dr. Manuel Tello de Velasco se cuenta que aun siendo viejo le quedaban los resabios de niño malcriado y que de continuo andaba por las calles de Quito acompañándose de numerosos litigantes a los que Manifestaba en tono dogmático. ¡Soy un hombre de mucha garnacha — y se señalaba el pecho, agregando ¡Esta es la mejor garnacha que hasta ahora ha existido en estas tierras, lamentablemente están lejos de conocer el alto mérito de mis alegatos! refiriéndose a sus colegas en la Audiencia, que no soportababan tanta presunción.

Nicolás de Larráspuro y Araníbar estaba casado en Riobamba con una de las hijas de Juan de Vera y Mendoza, de los más ricos, de notable inteligencia y hasta piadoso, que sufría por todas las barbaridades que hacía su yerno, mozo de malos instintos y costumbres, amigo de vivir metido en pendencias propias y ajenas y de quien se comentaba que ciertas noches enloquecía y con la punta de su espada atravezaba el vientre de las mujeres embarazadas que encontraba en su camino y todo por simple diversión. De eso resultaba que moría la madre y la criatura al mismo tiempo. Tamaño crimen, repetido varias veces, era ocultado a los ojos de la sociedad debido al dinero del suegro que no podía permitir el escándalo; pero una noche el Alguacil Pedro Sayago de Hoyo, corpulento y decidor, sorprendió a Larráspuro y a otros más con grave escándalo y los reprendió.

Pocas noches después Sayago fue asaltado en pandilla y aunque se defendió bien fue herido de muerte y cayó al suelo. Un curioso fue por el cura, pero se interpuso el malvado Larráspuro e impidió actuar al sacerdote gritándole: Fuera de aquí, Padre, que lo que quiero es que este pícaro se vaya al infierno a confesarse con el diablo. De este crímen tuvo que rendir cuentas a la Audiencia, pero logró escapar a España. Años después estaba de regreso y nuevamente haciendo de las suyas bajo la protección que le brindaba el Visitador Juan de Mañozca, su paisano, por ser viscaínos de origen.

 

LA REBELION DE MONJAS EN SANTA CATALINA

En 1684 las monjas del convento de Santa Catalina de Siena en Quito, se rebelaron contra sus superiores, los frailes del convento de Santo Domingo, acogiéndose a la protección del Obispo, doctor Alfonso de la Peña y Montenegro. El Provincial de la Orden se dirigió a la Audiencia y logró del Presidente doctor Lope Antonio de Munive que las regresara a la obediencia, ya que los motivos que esgrimían para declarar la independencia se relacionaban con aspectos de índole interna y no constituían suficiente causa para tal cambio.

Al conocer la resolución, el Canónigo Doctor Manuel Morejón, Vicario de la Diócesis y encargado del Obispado por enfermedad de Monseñor de la Peña, resolvió apoyar a las revoltosas, reunió a la comunidad y eligieron Superiora a la Madre Leonor de San Martín, de las más virtuosas y abnegadas monjas del claustro; con esto la causa de la independencia tomó fuerza y dividió al monasterio en dos bandos irreconciliables, las monjas viejas que querían la coyunda dominicana y se autotitulan “Las observantes” y las jóvenes que ambicionan una vida independiente y distinta, a las que dieron en llamar “Las relajadas”.

El día 28 de abril, antevíspera de la fecha de la Santa Patrona, reinaba un ambiente de zozobra en Quito porque ambos bandos se habían fortificado con parientes, amigos y allegados y el Presidente Munive, que apoyaba a las “Observantes”, permitió al provincial dominicano que con un Escribano y un Alguacil, visitara a las monjas y les hiciera leer el dictamen de la Audiencia.

 

GRITO FEMINISTA ECUATORIANO

Al día siguiente el Provincial abrió las puertas del Convento y se metió con escribano, alguacil y veinte frailes que tomaron asiento en el coro alto, haciendo compañía a su jefe. El escribano leyó la orden y el provincial la acató con tres reverencias y poniéndola por encima de su cabeza, pero las monjas, llegado el turno, gritaron a unísono. “No la acatamos” y aquí ardió Troya, porque los veinte dominicos del coro bajaron a escape y cayeron a puntapiés sobre las revoltosas armándose una algarabía horrible que terminó con la fuga de las pobres rebeldes, magulladas y perseguidas, a donde el Obispo.

El asunto tomó cuerpo porque fue a conocimiento del Virrey de Lima que lo resolvió equitativamente y cosa curiosa, es la primera vez que ocurría un incidente femenino de esa índole en los anales de nuestra historia. Esta justa protesta por un trato desigual dado al sexo débil es el primer grito de independencia que lanzaron las mujeres en el país.

Así fue la colonia y duró casi trescientos años, desde 1534 hasta 1822. Tiempo más que suficiente para que la forma de pensar de nuestros mayores evolucionara al punto que prefirieron la independencia al yugo, y la libertad a la esclavitud.