530. Los Ahorrativos

Las ciudades tienen sus personajes inolvidables. En Esmeraldas hacia 1.950 vivía Segundo Tambaco, dueño de una hacienda con mil vacunos. En el comedor de su casa había una gran mesa de caoba rodeada de doce cajones vacíos por ser más baratos que las sillas.

Cuando sus vecinos Folke Anderson y Thomas O´Rorke comenzaron a importar desde la India toroLs Cebú de pura raza para mejorar sus ganaderías; ordenó a sus peones que trasladaran de agache a las vacas en celo cerca de los potreros de ellos, para que los toros vecinos las olieran y felizotes se arrimaran y las preñaran GRATIS. I aquí no pasó nada. Este singular método reproductivo fue materia de numerosos comentarios jocosos y hasta no faltaron personas que le dieron la razón pues ¿Cómo se puede culpar a los sencillos toros esmeraldeños si les ponen por delante el caramelo? Perdón, digo, las vacas, que por extranjeras debieron ser bellísimas.

Su vecino Luís Grueso, en cambio, era bananero y también bastante ahorrativo. Un día su gente le dio las quejas que los calificadores del muelle estaban desechando parte de su fruta de exportación, que terminaba siendo arrojada al mar. Saberlo y montar en cólera, fue todo uno.

Al siguiente embarque se presentó con un cargamento de mil racimosiras y cuando el calificador no le aceptó la totalidad de la fruta, desechando una parte que a criterio de Grueso también estaba en buenas condiciones, preguntó la razón y fue respondido: Es que no tiene suficiente grado, refiriéndose a que algunos racimos no alcanzaban el grosor necesario para su exportacion.

Entonces, para sorpresa de todo el personal de calificadores, el indignado Grueso, que de paso era un vejete malgenioso, macuco, corpulento y de raza morena para más señas, abriendo su bragueta se sacó el miembro y mostrándolo replicó: ¿I A ESTE, QUE ES PARA TI, LE FALTA GRADO?  Cuando el suceso se conoció, el pobre calificador quedó marcado en el imaginario popular.

De don Silverio Ponce, rentista guayaquileño del siglo XIX,  que conocía mucho de economía al punto que el Presidente García Moreno solía consultarle cuando se le presentaba alguna situación difícil, se cuenta que era tan ahorrativo que invitaba a sus hijas a pasear por el malecón de la orilla a tomar el fresco. I cuando – tras el paseo –  las chicas le requerían que les compre el prometido FRESCO (de hielo y esencias) les respondía ¿Para qué hijitas? Si ya han tomado el fresco, refiriéndose a la brisa del río, quedando hasta hoy la frase de “El fresco de don Silverio” como sinónimo de tacañería.

Contaban que en el comedor de su casa tenía un atado de raspadura colgado del techo con una piolita y que a la hora de los postres desamarraba la piolita y cortaba pedacitos del dulce entregando uno a cada comensal. Con este método el atado le duraba casi un año.

En cierta ocasión dizque invitó a varios amigos al teatro Olmedo a escuchar zarzuelas. Llegados a la entrada, hizo colocar varias sillas e invitó a los presentes a escuchar la música desde la vereda.

Amadeo Coronel Espinosa, cuando le conocí era un jovial viejecito y soltero por añadidura. Todas las tardes a las tres en punto era habitúe al salón La Palma donde le soportaban por ser muy educadito y por cuanto su presencia no le hacía daño a nadie. Llegaba siempre a la misma hora, ocupaba la misma mesa y solicitaba una tacita con agua hirviendo y una cucharita, con gran parsimonia sacaba del bolsillo un paquetito de café y otro de azúcar y se preparaba gratis su bebida porque el agua no se cobra. Esto lo presencié hace sesenta años, aun cuando ya me lo habían referido algunos chuscos como algo muy extravagante y hasta gracioso. Sus sobrinos los Cornejo Coronel, y Coronel Robles a veces hasta le iban a visitar en La Palma, pedían sus cafés y los pagaban por supuesto, lo que debía causarle una gracia muy grande a don Amadeo.,

Ernesto Vignolo era considerado uno de los más pudientes comerciantes del país, especializado en ferretería, al punto que en cierta ocasión que se corrió el rumor que La Previsora iba a quebrar, hizo que sus empleados desfilen desde su almacén en la calle Pichincha hasta el boulevard donde funcionaba el banco, llevando cajones de billetes a vista y paciencia del asombrado público, para depositarlos en prueba de confianza, demostrando a los asustados cuentacorrentistas, que la institución contaba con su respaldo financiero. Santo remedio, a nadie más se le ocurrió retirar sus fondos, pues ¿Cómo podía quebrar un banco que gozaba de la sólida garantía de don Vignolo?

Se le considera el autor de aquella frase memorable: LA MEJOR GANANCIA ES EL NO PAGO, TODO DEBE SER AHORRO O INVERSION.

No sé si será verdad o exageración, pero como me lo relataron lo cuento: era feliz propietario de un enorme auto de lujo color negro, americano, de ocho cilindros, que mantenía guardado más de diez años porque ¿A qué gastar en gasolina cuando se tiene buenos zapatos?  Claro que la ciudad era pequeñita y todo se realizaba en el centro urbano. Se referían que una vez al mes llamaba a un chofer de confianza y le entregaba la llave del garaje para que prepare el carro, pues al día siguiente sábado quería trasladarse al vecino balneario de Playas.  Tempranito salían, como a eso de las seis de la mañana, arribaban al balneario a las siete y hacía estacionar el vehículo en el malecón, abría la ventana para mirar el mar y recibir su brisa salada que respiraba con fruicción, entonces suspiraba de pura felicidad y a continuación sacaba una palanqueta de las que las panaderías vendían a dos reales, y que portaba en uno de sus bolsillos envuelta en papel de empaque, cortada por la mitad y puesta mantequilla y queso criollo de cocina, que consumía con gran deleite como si se tratara de un manjar exquisito, acompañada con un vaso de agua fresca del termo que también llevaba. Nunca se le ocurrió brindarle al chofer ni siquiera una migajita. Terminado el frugal desayuno decía: Vamos a Guayaquil que ya es tarde y debo comenzar a trabajar, y eso que no pasaba de ser las ocho de la mañana.

Un ciudadano extranjero, propietario de una lujosa quinta al norte de la urbe, ayá por los años cuarenta del siglo pasado, – por más señas químico oriundo de Hamburgo – en los bailes de sus hijas solteras, cuando el conjunto musical terminaba las tandas, con gran disimulo llamaba a dos o tres jóvenes invitados a que le acompañen a su biblioteca donde les brindaba casi en secreto una copita de cognac y rápido los despachaba para que continuaran bailando. Con este método el contenido de una botella podía durar hasta dos bailes.

Otro caballero con villa en el barrio del Centenario tenía la costumbre de apagar las luces de su domicilio a las diez de la noche para no gastar mucha electricidad, aunque sus hijas celebraran un baile, con lo cual se terminaba la fiesta a capazos. A consecuencia de esta rara costumbre paterna, cuando querían darse el gustazo de bailar, las pobrecillas invitaban a las cinco de la tarde.

Todos ellos – los ahorrativos por supuesto –  fueron buenos ciudadanos, muy trabajadores, pasaron por la vida como personas intachables y finalmente dejaron felices herederos