En 1832 un médico de Conecticut en sus “Viajes por las regiones ecuatorianas de la América del Sur” escribía que “Si Ud. visita a una señora, a menudo es recibido por ella sentada en una hamaca. Se las usa en Guayaquil más que en ninguna otra parte de la Costa; prestan para el número de mosquitos una contribución defensiva absolutamente necesaria, tanto para la comodidad como para la salud. Y luego agregó: “Las uso mas a menudo que antes de haber sido picado en un ataque de fiebre por estos miserables…”
Otros viajeros también informaron de esa costumbre porteña, de recibir visitas en hamacas, y que las señoras se mecían con un solo pie y en grandes vuelos, mientras se gritaban de una a otra hamaca, formándose una baraúnda general cada vez que habían visitas en una casa. Eran las famosas tertulias.
Las clásicas tertulias ocurrían casi siempre a golpe de siete de la noche, hora en que las señoras salían a los corredores o balcones de sus casas a tomar el fresco de la ría o los vientos de Chanduy o de Chongón, tan saludables porque alejaban a los mosquitos. Estos vientos o brisas solían durar hasta las nueve y entonces amainaban, finalizando las tertulias caseras.
En las tertulias la dueña de casa brindaba café puro o chocolate de soconusco bien batido, acompañado con churros españoles o simplemente con roscas y quesillo o cuajada, tan rica al paladar. Habían tertulias y tertulias; en casa de los políticos se hablaba de la situación nacional y sus bemoles, en las de los poetas de asuntos literarios y así por el estilo, cada quien se acomodaba a lo que más le placía. Famosas fueron las literarias en casa del Dr. César Borja, de las que tanto nos ha hablado su hija Rosita; donde el dentista Germán Lince también hubo buenas y bien tenidas tertulias de ese género e igual sucedió en una salita llamada “La Biblioteca” del periódico “El Grito del Pueblo”, allí concurría el gran poeta Numa Pompilio Llona y numerosos adeptos a las musas, a platicar de arte y de letras. Más antigua parece que fue la de mi tía Carmencita Pérez de Rodríguez Coello, poetisa y dramaturga tanto de poesías románticas como de décimas de compadrazgo de rancio sabor citadino, famosa por su nariz caída, que ella solía decir que era borbónica. De una de esas tertulias salió su comedia estrenada en el Olmedo bajo el título de “Chascos y más Chascos” que tanto furor ocasionó en su tiempo por la forma velada como contó ciertos incidentes sociales.
Doña Carmencita vivía en la calle Pichincha, cerca de 9 de octubre, en una casona antigua y familiar de su marido allá por 1880 y era tan lúcida e inteligente como simpática. De ella conservo un retrato que dedicó a su sobrino Víctor Manuel Rendón Pérez, con el siguiente versito: // “Así como me ves aquí / grabada en este cartón / así te tengo yo a ti / grabado en mi corazón. // Tu tita.
Ella era muy querendona de sus sobrinos, a los que mimaba y trataba de proteger a ultranza. En otra ocasión le mandó al mismo sobrino la siguiente esquela: “Negrito querido. Te mando un escapulario de nuestra Señora de la Merced, que está bendito y que yo mismo bordé pensando en ti. No abrigo la ilusión de que lo colgarás a tu cuello. ¡Quía! Un parisiense librepensador, como sin duda lo eres, no carga ese trebejo de la superstición; pero puedes meterlo en un bolsillo y lo harás, si quieres a tu vieja Tita. Segura estoy, yo que no perdí la fe entre los intelectuales de tu famoso París, que te librará de todo peligro y ¿Quién sabe? tal vez, de un disparate…”
También había tertulias musicales como las de Elvira Pérez Aspiazu que vivía en la casa esquinera de 9 de octubre y Pedro Carbo, donde hoy es el Registro Civil. Allí había un gran balcón esquinero que se abría de par en par porque tenía chazas de madera y entonces Elvira sentada en un piano color negro, de cola, tocaba por horas, todo un repertorio de piezas clásicas aprendidas en el Conservatorio de París, donde se graduó de Profesora Concertista, hasta que ya bien entrada la noche y a eso de las diez, se retiraba a su dormitorio a descansar, quedando el resto del concierto para próximas veladas. Mientras tanto el antiguo parquecito de San Francisco se había ido llenando de paseantes que sentados o aguantándose de pie y admirados por la magia de su piano, habían detenido sus marchas para oírla gratis. Lo malo es que de vez en cuando, pero no siempre, la pobre Elvira, dejándose llevar por la locura que la aquejaba desde que un día no le bajó el período, lo que ahora no habría sido problema porque con dos inyecciones de hormonas la hubieran arreglado, arrojaba a los paseantes las naranjas que su cariñosa madre le ponía cerca para que pudiera refrescarse.
Los mentideros, en cambio, eran reuniones al aire libre a las que se podía sumar cualquiera, siempre y cuando tuviera material que contar, como el último chisme, el escape de la hija de fulanito con tal vecino o cualquier otra noticia picante y lugareña. Los mentideros eran solo para hombres y se realizaban en cualquier portal o esquina, para cuyo efecto se sacaban sillas o banquillos a la acera y allí se arrellanaban los caballeros gordiflones de entonces. Uno famoso estaba ubicado en los bajos del Diario de Avisos de propiedad de Antonio Elizalde Nájera, frente a la Iglesia San Francisco. Allí don Antonio pontificaba con José de Lapierre, Miguel Valverde, mi abuelo y vecino suyo Federico Pérez Aspiazu y otros liberalazos de entonces y luego los invitaba a subir para brindarles helados y pastas que mandaba a comprar donde Lacassagnet, que tenía una dulcería y salón cercano. Don Antonio solía decir que tenía dos cosas muy buenas, la lámpara de la sala (que ha de haber sido gigantesca y preciosa) y su hija Gabriela, excepcionalmente bella.
Otro mentidero famoso fue el de la Botica de La Marina atendida por el Dr. Ramón Bravo, con sus dos perros gigantes pero mansos y hasta engreídos, que servían de distracción. También tuvo mentidero don Asisclo Garay en la puerta de su Funeraria ubicada al lado del Telégrafo y hasta yo alcancé un mentidero famoso en el salón Costa, en 9 de Octubre y Boyacá, allá por los años 60 y asistían Rafael Guerrero Valenzuela, Luís Marcillo Rodríguez, Pompilio Ulloa Reyes, Rodrigo Chávez González, el Jefe de la Zona Militar de la dictadura del 63 – 66 y hacía de gran jefe el Cenador Manuel Pareja Concha, a quien llamaban Cenador (así con C) por su costumbre de cenar varias veces cada noche. Llegó a pesar casi doscientas veinte libras y no era alto, y cosa curiosa, también fue Senador de la República. También existió un mentidero en 9 de octubre, el de Humberto Carbo, Rosendo Arosemena y Gustavo Illingworth, en la esquina de Escobedo, bajos de la casa de Clemencita Tola, donde se hablaba mucho de antaño y también de hogaño, con el resultado que las señoritas guapas o feuchas de nuestra urbe evitan pasar por allí, para escapar de algún piropo o salado comentario.