321. Baúles misteriosos

Cada baúl antiguo contenía un mundo de papeles, retratos y recuerdos. Los había de muchas y muy variadas clases. Conocí algunos con motivos folklóricos, bellamente dibujados al óleo, con escenas campestres o paisajes; otros eran más serios, de fino cordobán de cuero, en colores obscuros, preferentemente negros o cafés. También los había de madera, pesados y difíciles de trasladar, pero eran los menos populares y no faltaban los que tenían grabadas las iniciales de su propietario con tachuelas doradas o plateadas.

Por dentro los baúles eran forrados de tafetán o de papel para evitar la humedad del ambiente y en ellos se colocaba la ropa blanca, el ajuar de la novia o diferentes cachivaches a gusto de su dueña. Hubo entonces la costumbre de que, si un novio o enamorado moría, lo que era frecuente por la fiebre amarilla, la tuberculosis o la bubónica, la pobrecita quedaba como viuda y era mal visto que buscara de nuevo, teniendo que vivir del recuerdo del amor que pudo ser y nunca fue.

Estas señoritas eran prudentes, juiciosas, muy victorianas y acostumbraban velar la foto del novio cada aniversario de su muerte como si fuera un santo por ser ánima bendita del purgatorio. Ellas conservaban sus recuerdos aromados por los años y el baúl de su ajuar, de la ropa blanca que nunca usó y que tampoco usaba, pues así era la costumbre. Allí se podía encontrar las finas sábanas de lino o de seda con las iniciales o los monogramas bordados. La sobrecama tejida de piola que pesaban una barbaridad y duraban cien años. Las cartas amarilladas por los años, envueltas en cintas o apiladas una sobre otras en alguna cajita de cartón.

El ajuar se compraba en París o en el comercio de Lima, aunque se podía confeccionar en Guayaquil y era de admirar la finura de los detalles. También se guardaban en el baúl los títulos de las haciendas, de las casas y solares, únicos comprobantes de la propiedad de esos bienes, cuando no se habían constituido los Registros.

Las escrituras venían a ser como objetos mágicos que condensaban en pequeños espacios las riquezas de sus propietarios y no debe extrañar que en caso de incendio lo primero que se salvaba era el baúl y el joyero o joyel, heredado de madre a hijas y en algunos casos venidos desde las abuelas y hasta algo más atrás. Pus entonces se decía que las joyas constituían los únicos bienes propios de las mujeres. Habrase visto y al fallecer la madre pasaban a las hijas sin considerar a las nueras.

Las joyas republicanas eran de brillantes, esmeraldas, rubíes y zafiros; en la colonia se preferían las grandes perlas blancas y las perlas viudas o plomas, más cotizadas por su rareza y oriente como llamaban al brillo de ellas. Entre las joyas más usadas estaban las hebillas de oro y brillantes que antiguamente lucían las señoras de edad en sus cinturones y en las zapatillas de raso para recibir en casa a sus amistades. Claro, como no circulaban, apoyadas en unos banquitos llamados burro pies, tenían para exhibirlas y lucirse que daba un gusto. También usaban aretes y zarcillos y las gargantillas de fantasía eran grandes y valiosas por su tamaño y elaboración. Los camafeos de piedras semipreciosas y talladas por orfebres europeos colgaban de una cinta negra, las más ricas podían pagarse el lujo de una tiara de perlas y brillantes.

En los antiguos mayorazgos limeños y quizá hasta en alguno que otro quiteño, el joyel era parte del legado invendible que se pasaba por generaciones y allí nunca faltaba la tiara usada solo para matrimonios o grandes festividades, que hubiera sido de mal gusto ponérsela para todo triquitraque.

Los brillantes venían del exterior, así como el rubí que mientras más rojo era más cotizado, los rojos profundos llamaban “corazón de pichón” por tener esa forma y salían de las minas de la India que se agotaron en el siglo ante pasado. Los zafiros llegaban también del oriente y eran menos apreciados y las esmeraldas de las minas de Muzo en Colombia, aunque las más oscuras y las mejores por no tener residuos carbónicos o jardines, forzosamente eran de Samarcanda en la Tunbusca, como decían.

Perlas exóticas arribaban desde Indonesia y por la vía de Filipinas y México, pero en la Isla de Margarita, en el Caribe y frente a las costas de Venezuela, había criaderos fabulosos. El Mariscal de Ayacucho encargó algunas para regalar a su esposa la Marquesa de Solanda y un tío abuelo mío llamado Carlos Aquiles Pimentel Tinajero que anduvo por la isla de la Plata, frente a Manabí, se comenta en familia que descubrió la forma de conseguirlas, llegando a guardar más de un ciento dentro de un frasco de cristal de tapa ancha, que le sirvieron para vivir más de quince años sin trabajar, dándose la gran vida en Quito. Los ópalos de la Golconda, como se decía de esta piedra, eran orientales y muy escasos. La aguamarina casi desconocida pues aún no llegaban del Brasil y los brillantes abundaban tanto entre los ricos, que tachonaban sus joyas con ellos sin dejar sitio libre para nada. No era difícil ver mariposas y hebillas, broches de camisas y prendedores de corbatas y hasta botonaduras de brillantes para las camisas de etiqueta.

¿Qué se hicieron los baúles antiguos, donde estarán? El tiempo y las polillas dieron cuenta de la mayor parte de ellos, pero otros, los pocos que se lograron salvar, aparecen ahora encerrando artísticos bares o como parte de la decoración de ambientes interiores y hasta como refugio de trastos inútiles, luciendo sus viejas tapas y reposando sobre hermosas bases de madera o metal.

Los baúles antiguos nunca fueron simples maletas, eran objetos íntimos de sus propietarios, receptáculos de sus secretos inconfesados, de sus vidas no vividas, truncadas por vivencias, o por alguna muerte u otra clase de tragedia. ¡Ah si los baúles pudieran contar sus historias, cuanto aprenderíamos de ellos!