349. Las Pornonovelas

En la década de los años 20 al 30 del siglo pasado trabajaba en la Biblioteca Municipal don José Antonio Alminate, viejecito cascarrabias pero muy docto bibliógrafo, el primero que tradujo del inglés y aplicó en el Ecuador el método de la clasificación decimal Dewey, para lo cual había tomado clases de ese idioma con don Alberto Reyna Guzmán quien a su vez había aprendido ese idioma trabajando con los ingleses en Ancón y después lo enseñó durante algunos años en el Vicente Rocafuerte,

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Al bueno de don José Antonio le decían cariñosamente “Pucho con lentes” por su inveterada costumbre de llevar siempre en la boca un asqueroso pucho de cigarro, fumado, chupado y mascado y como para colmos usaba enormes gafas de carey negro con tremendos vidrios, tan gruesos que parecían fondos de botellas, de manea que el apodo le caía de perillas. Sin embargo no se crea que don José Antonio permitía confiancitas ni bromas, eso nunca, porque era malgenioso y hasta bravucón, así es que para poderlo molestaro siempre se requería de un tonto, para que se lo dijera en su cara.

Explicadas así las cosas, cuando los estudiantes vicentinos  llenaban la sala de lectura por las tardes en plan de consulta y para hacer deberes, esperaban al bobo que nunca se hacia esperar. A veces era un afuereño recién llegado, en otras un joven novato y cándido o algún despreocupado inocente a quien llamaban muy en privado, porque en la Biblioteca no estaba permitido hablar en voz alta y le solicitaban de favor que se acerque al escritorio del señor Director y señalaban a Alminate, pidiéndole muy educadamente y en préstamo la novela “Pucho con lentes” del gran escritor Alminate, lo mejor que había en la Biblioteca en materia de pornografía, con abundantísimas gráficas a todo color de mujeres desnudas y no sé qué otras cosas más. Por eso la petición había que hacerla con discreción, porque la novela “se prestaba solamente de agache”.  El bobo del cuento se envalentonaba a pedirla, debido a que los vicentinos eran menores de edad y no podían hacerlo.

Entonces la audiencia dejaba de leer y todos miraban la escena; se acercaba el candidato al escritorio, le hablaba casi al oído al director y éste, sin presumir de que se trataba era todo oídos y en un momento dado, alzando los brazos y dando manotazos gritaba: “Oh, carajo, que se ha creído Ud. so malcriado, váyase a su puesto y siga leyendo o haré que lo saquen de aquí los policías.

Parte de la gracia consistía en mirar al cándido regresar asustadísimo, porque pensaría que era tan porno la novela “Pucho con lentes” que el solo pedirla era un desacato a la majestad de la Biblioteca, sin imaginar siquiera que todas las tardes se repetía tan chusco incidente, mientras los vicentinos malvados gozaban a mandíbula batiente de la broma, que muchos iban solamente por presenciarla y es fama que el bueno de don José Antonio dio espectáculo por años, sin poderse controlar.

Esta anécdota me ha traído el recuerdo de mis años mozos cuando concurría invariablemente al Estadio Capwell a presenciar los partidos de fútbol de la primera división. Yo siempre he sido emelecista. Una noche llevé al estadio a un primo recién llegado de Quito y más lelo que mandado a hacer, a quién le previne que teníamos que sentarnos en las últimas graderías, para evitar los infaltables papeles periódicos incendiados que botaban desde arriba y lo que era peor, las funditas llenas de ciertos líquidos, como también era costumbre. Así pues, con tantas prevenciones, mi pariente estaba aterrado, pero ya iniciado el partido se olvidó de sus aprensiones y se dedicó a hacerme la contra porque había sido barcelonista, por eso decidí vengarme. En eso pasó un vendedor de puro, que entonces se voceaba con el eufemístico nombre de “Agua de coco a sucre el vaso” y le pregunté al primo ¿Has probado el agua de coco? Nunca, me contestó, porque era su primer viaje a la Costa y en la década de los años concienta el transporte no era tan sencillo como ahora. ¿Quieres probar un vasito? No hace daño! Bueno primo, darásme pasándolo. Me levanté y pedí uno, que se lo entregué con mucho cuidado, pidiéndole que se lo tome de golpe porque así era la costumbre con el agua de coco. Ya para entonces los vecinos nuestros habían interpretado mis perversas intenciones y miraban sonreídos como el primo se lanzaba de golpe un tremendo vaso de puro, que casi lo mató porque se pegó la gran atorada y hasta hubo que darle golpes de pecho y espalda, se le fue la voz y por último avergonzado y notando la alharaca que había creado, se disculpó diciendo que el coco había estado muy fuerte.

Minutos después paso un vendedor de revistas porno, de los que entonces transitaban libremente por las graderías del estadio voceándolas como “La Guerra de Corea, a sólo tres sucres el ejemplar”. Yo no pasaba por historiador como ahora algunos me creen, pero decidido a completar la sorpresa, le propuse a mi primo que se compre un ejemplar de la Guerra de Corea, para que lo leyera por la noche asegurándole que le iba hacer bien para dormir.

El buenazo me hizo caso y yo tomé el ejemplar y me lo guardé en el bolsillo, diciéndole que siguiera presenciando el partido que estaba muy interesante. A la salida nos fuimos a la casa y llegamos a eso de las doce. El se fue a su cuarto y yo al mío, pero antes me pidió que le entregue “La Guerra de Corea” para leerla.

Al día siguiente lo encontré asustadísimo, sin saber que hacer con el ejemplar ni donde escondeerlo para que no se lo fueran a descubrir. Le dije, préstamelo para botarlo a la basura y él se excusó porque en Quito nunca había leído una historia semejante y quería enseñarla en el “San Gabriel” a sus compañeritos. De esto han pasado muchísimos años y cada vez que me ve se acuerda del agua de coco y de la Guerra de Corea el muy pícaro, pero cosa rara, del partido de fútbol no me a vuelto a hablar.