Cuando en 1906 llegó retrasado a Guayaquil el poemario “Azul” de Rubén Darío, hubo entre la gente culta del puerto una verdadera explosión de júbilo y se prestaban el librito unos a otros, no sabiendo qué admirar más, si la frescura de poesía tan palpitante o la belleza exótica modernista de sus palabras. Por eso las nuevas generaciones se bebieron esos poemas modernistas y afrancesados, originados en Europa, que coincidían con el nuevo arte o “art nouveau” tan en boga por entonces.
Azul sirvió de mucho, cambiaron los patrones literarios y se dejó de hacer “versos por el estilo de La Barca de Rafael Núñez de Arce o de las Rimas de Gustavo Adolfo Becquer”; pero no se crea por ello que Azul inauguró el modernismo en Guayaquil pues antes de 1906 Nicolás Augusto González Tola, Miguel Valverde Letamendi y César Borja Lavayen habían imitado los modelos franceses y Borja hasta los tradujo al castellano. Sin embargo, invariablemente en los cenáculos se seguía leyendo y recitando a clásicos y románticos y los libreros mantenían sus puestos atiborrados de libros de rancias poesías de autores pasados de moda; sólo en casa de los Gallegos del Campo y en las veladas del Dr. Germán Lince, a las que concurría el poeta y Cónsul de Colombia Juan Ignacio Gálvez, se hablaba de la nueva poesía, cuyos exponentes aún eran muy jóvenes y sólo comenzarían a producir y a ganar fama desde 1916 en adelante, frente a clásicos, románticos y parnasianos.
Con motivo del centenario de la Revolución del 9 de Octubre, que se celebró con bombos y platillos, nuestra Municipalidad escogió a Francisco J. Falques Ampuero para que llevara la palabra en la Sesión Solemne. Entonces Falques compuso su poema parnasiano “Himno Gigante” que por lo perfecto parecía marmóreo y que debió causar tales arrobamientos en la concurrencia, que muchos años después un literato de la valía de Carlos Alberto Flores, aseguraba muy suelto de huesos que “los mejores sonetos del país los escribía Falques Ampuero …” y esto, dicho en la década de los años veinte sonaba bien aunque hoy parezca una herejía.
José Antonio Falconí Villagómez relata que en Febrero de 1917, al conocer en Quito la muerte de Rubén Darío, se sumió en profundo duelo por considerarlo el pontífice de la poesía moderna y que el grupo formado por él y por Noboa Caamaño, Humberto Fierro, José María Egas, Carlos H. Endara y Luis Eliseo Gómez resolvió vestirse de luto por tres días. Esa tarde, aún anonadado de la impresión recibida por la nota del cable, se encerró a escribir y al día siguiente publicó en “El Día” el siguiente Epitafio Lírico // “Ha muerto el maestro / La fronda está muda / de los papemores y de los bulbules / no se oyen los vuelos ni cantos azules / Llorosa la musa desnuda / desgarra sus velos y tules, / Ha muerto el maestro…La princesa Eulalia / como antes no ríe; / la musa de Galia / su llanto deslíe…/ el hermano lobo se ha tornado fiero / y asola los campos floridos; / se oye el agorero / somatén que tocan los bronces heridos. // Los Bárbaros llegan! / Husmean la escoria / que al saquear dejaron de sus propias ruinas / Maestro! salvaste las siete colinas…/ Divino Rubén. / Dios te halle en su gloria. / Amén” //
“En efecto, ya llegaban a lo lejos y después se instalaron definitivamente los bárbaros sin canto, que decía Humberto Fierro, con la confusión de lenguas, en una Torre de Babel lírica, al irrumpir escuelas como el Dadaísmo, Ultraísmo, Creacionismo, Piedrecielismo, etc.” pero estos bárbaros sin canto eran por antonomasia hijos del modernismo lírico, los postreros, originados en las corrientes simbolistas de fin de siglo, que preconizaban el símbolo o misterio en la magia representativa de cada palabra.
De todas maneras el modernismo campeó en las letras Patrias primero como simple corriente literaria desde 1882 con “Pan en la siesta” de Borja Lavayen, que fue un admirador de Mallarmé, hasta 1932 cuando ya los postmodernistas tenían la lista ocupada; de allí es que la memoria de Rubén Darío debe ser gratísima a los ecuatorianos porque su influencia fue decisiva y aún subsistía diez años después de su muerte, aunque muy desleída.
Y no resisto la tentación de reproducir una galante muestra de su risueño espíritu. Se trata de una poesía escrita en broma y en serio, alabando la pelirroja belleza de Rosita Sotomayor Luna y Orejuela, ecuatoriana que debió serlo en grado superlativo. En ella Darío menciona a nuestro compatriota Leonidas Pallares Arteta, admirador de Rosita, amigo de su confianza y poeta como él, aunque muy inferior por supuesto.
ROSITA SOTOMAYOR.- / Rosita Sotomayor, / que tienes nombre de flor / y que entre flor de amores eres / entre todas las mujeres / del ardoroso Ecuador. // “En estos floridos lares, / (le pregunté a un trovador) / entre rosas y azhares. / dime, ¿Cuál es la mejor? / Y me contestó Pallares / “Rosita Sotomayor.” // ¿Cómo será tu fragancia, / que la siento a la distancia? / Por tu encanto encantador / ya me quisiera ir de Francia / por el próximo vapor. // Sí “de las cosas que has visto” / me autorizare el Señor / “pide una a tu creador” / le respondería listo / “Señor mío Jesucristo, / Rosita Sotomayor. //
Rosita casó en Guayaquil con Rodolfo Baquerizo Moreno y tuvo larga descendencia, falleciendo en un sanatorio de París, en 1930, a causa de la peste blanca, como entonces se conocía a la tuberculosis.