No voy a tratar de la Casa de las Cien ventanas del antiguo barrio Villamil que dibujó Roura y que no logré conocer porque la demolieron años antes que yo naciera, sino de otras más próximas en el recuerdo de un Guayaquil que fue mío y hoy casi no lo es.
En la calle Colón había dos casas célebres, la una de chinos y servía para local de la fábrica de colas, sus dueños se hicieron famosos por los años treinta vendiendo a domicilio. En esa casa había vivido un ex payaso y cuando murió concurrió todo el gremio al entierro. A las cinco de la tarde, cuando bajaban el féretro por una angosta escalera se escuchó un grito que salía del interior de la caja: No me bamboleen. Del susto los funerarios botaron la caja que rodó por la escalera, se abrió y quedó el cadáver expuesto ¿Qué había ocurrido? Pues que un payaso que además era ventrílocuo, había impostado su voz para asustar a los integrantes del cortejo, pero la bromita se le fue de las manos, pienso yo, aunque otros opinaron que simplemente era Cosa de payasos.
Al frente estaba el antiguo cine Colón, cuya galería se vino abajo durante la función de un sábado en 1.943, mientras en la pantalla aparecía Cantinflas haciendo equilibrios en la cuerda floja de un circo. El cine no volvió a abrir sus puertas y a poco la casa se demolió.
En Vélez entre Chimborazo y Chile estaba “La Porta vianda” del Dr. Alfredo Cevallos Carrión, donde funcionaba su consultorio, casa de madera de una sola lumbre, pero muy alta, tenía tres pisos y planta baja y con el paso de los años se había ladeado. Era la más conocida de la ciudad y su cómico nombre ha pasado a los anales de nuestra historia chica.
Al sur la villa María Luisa de don Pepe Rodríguez Bonín, terreno empedrado al estilo japonés, con puentecitos, lagunas y fuentes, por atrás tenía muelle pues daba al río. Era un conjunto imponente, contaba con jardín zoológico, los animales estaban muy bien cuidados. El mono Pirulo era cómico, el venado arisco, el pavo real increíble por su cola hermosísima. Desde el portón de entrada y la cerca que bordeaba los cuatro contornos, de hierro contrachapado, la casa parecía un castillito, con sus pisos altos y mirador y parte de la fachada cubierta de hojas de zinc de Inglaterra. Una puerta gigantesca de madera de roble tallado daba acceso al interior, los muebles eran de estilo y existían varios salones, pero un día los nuevos dueños la botaron y dejaron libre el terreno para bodega de tanques con aceite industrial porque no hubo un Municipio que la declare parte de la ciudad, sitio de descanso y paseo, como lo había sido por tantos años. Cuando arribaban los buques de la Grace sus turistas visitaban la mansión y eran agasajados.
Hacia la plaza de la Victoria se levantaba la Casa del tortillero, así llamada en honor a un serrano que amasó una pequeña fortuna con tal oficio y como era frugal invirtió sus ahorros en construirla; el pueblo, que no perdona el éxito, tomó desquite, bautizando con tan feo nombre al edificio que – viéndolo bien – no era gran cosa, solo era mixto, pero esquinero.
En Boyacá entre Junín y Urdaneta aún está restaurada la Casa Rosada, la más larga de la ciudad porque da para tres calles, pintada a la usanza de las villas de Niza en la costa azul francesa y desde que yo recuerdo fue su propietaria Zoilita Aspiazu Peralta, dama buenísima y muy generosa, soltera, bajita y rolliza. Hoy es de sus herederos.
A la altura de la actual Universidad Católica se observaban las ruinas del Seminario que quiso fundar el Obispo José Félix Heredia antes de 1.944, pero el proyecto no puedo concluirse y solo quedaron las piedras venerables. Frente a Los Ceibos, que entonces era puro monte, estaba semi escondida en la espesura la villita de Jorge Baquerizo Avellán, la más apartada construcción por esa zona; y en el camino que va a Pascuales, había una casa grande y fuerte, de cemento armado, conocida como “La Fortaleza Alemana” estaba abandonada por causa de la Segunda Guerra Mundial.. Sobre ese bunker se tejían historias, que en su interior había funcionado una célula de espías nazis, lo que todos creían sin haberlo comprobado. ¿Qué podrían espiar en Guayaquil los Nazis? Hoy ya no existe.
En Eloy Alfaro y Venezuela todavía se levanta el Castillo de Miguel Martínez de Espronceda, un español que hizo mucho dinero con las colas Fox y Frutal, cuya fábrica funcionaba en el edificio de al lado, con vista al río. Castillo tiene dos escudos nobiliarios que se pueden apreciar en la fechada, uno de ellos, el ajedreceado, es del valle de Baztan en Navarra, cuna de los Espronceda. Estaba dividida en departamentos ocupados por conocidas familias de Guayaquil. Hoy es propiedad de la Municipalidad que piensa instalar la biblioteca en sus bajos.
La Quinta Piedad ya no está en pie, era una hermosa casa solariega de grandes proporciones y construcción de madera que fuera de Alejo Madinyá Lascano hasta que la vendió al Dr. Roberto Leví Hoffman quien la bautizó con ese nombre. Allí cantó con sin igual belleza la poetisa de alma buena y hogareña, María Piedad Castillo, al esposo y a sus hijos, su amor tranquilo. Hoy ya no existe.
Y en las Peñas estuvo la casa de las Ycasitas, dos señoritas solteras que por los años 1.930, ya muy viejecitas y enfermas de osteoporosis, al punto que no podían levantarse de las camas por miedo a romperse los huesos, la vendieron a su prima Rosita de Ycaza Venegas. Sentada en una cómoda poltrona en un hermoso corredor que daba al río recibía tan excelente anfitriona, vestida de randas y encajes blancos, muy a la francesa, siempre menudita y erguida. A las cinco abría las puertas de su morada a amigas viejas suyas y a las jóvenes de su hija María Antonieta Pillois. Se brindaba el té con pequeños sanduches y galletitas, todo muy formal. Siete en punto se retiraban las concurrentes y Rosita era llevada a su cama, que llegué a conocer y era histórica, pues había pertenecido a su abuela Jesús Herrera – Campuzano y Platzaert.