¿Quién no ha escuchado que las casas de antes eran más cómodas y espaciosas que las actuales? Y así tenían que ser para solaz y comodidad de sus ocupantes, porque ha de saberse que las casas de antaño tenían algo de señorial, algo que ahora se ha perdido con las nuevas formas de vida que por lo general se desliza en pequeños cubículos de cemento.
Todas se iniciaban con un amplio zaguán que conducía a una escalera gorda y con descanso, que terminaba en una antesala o salón de recibo también denominado “asistencia”, desde allí se repartía la casa dividida por el patio central empedrado, cuya planta baja “tenía un pozo y su brocal, rodeado de diamelas, rosas de Castilla, trepadoras madreselvas, mastuerzos, montenegros y perfumadísimas albahacas”, plantas que hoy ni se conocen, cultivos que se han ido perdiendo con el paso del tiempo.
El claustro central del primer piso alto también tenía sus adornos, “por sus columnas subían los tallos trepadores del jazmín de perfumadas flores blancas de cinco pétalos, también llamado jazmín del cabo y de España y que embalsamaban el ambiente”. A ellos se refería la poetisa Dolores Veintimilla de Galindo cuando escribió a su prima Carmen Pérez Antepara la siguiente poesía: “A Carmen, remitiéndole un jazmín del cabo.” // Menos bella que tú, Carmela mía / vaya esta flor a ornar tu cabellera / Yo mismo la he cogido en la pradera / Y cariñosa mi alma te la envía. // Cuando seca y marchita caiga un día / no la arrojes, por Dios, a la ribera / guárdala cual memoria lisonjera / de la dulce amistad que nos unía. /
Después de la asistencia que en realidad era una antesala, se podía entrar al gran salón, que casi siempre permanecía cerrado y se abría solo para las visitas anunciadas con anticipación. Este Salón no daba a la calle directamente si no al gran corredor que rodeaba la casa, estaba alumbrado con alguna araña de cristal, con briseros también de cristal para las velas y luego para los focos eléctricos cuando éstos hicieron su aparición en la ciudad hacia 1.910. En sus paredes colgaban serios y oscuros retratos al óleo de parientes fallecidos, doradas consolas de azogados espejos belgas y el juego de muebles de veinte y cuatro piezas, casi siempre de estilo francés, dorado o plateado al pan de oro o al pan de plata impreso al fuego si era Luis XV o Luis XVI respectivamente. Estos juegos por lo general se componían de dos sillones dobles, dos “tú y yo” una mesa central, cuatro mesitas laterales, un burro pie y catorce sillas individuales. Cabe aclarar que por “burro pie” se conocía a un banquito acolchonado para que las señoras ancianas descansen sus pies; por “tú y yo” a unas delicadas sillas dobles, donde una persona se sentaba para adelante y otra para atrás y de tal suerte podían conversar cerquita la una de la otra; pero estos tu y yo recién entraron a Guayaquil con el art nouveau francés y fueron considerados lo mas chic del momento, aunque muchas damas los tildaron de confianzudos. Las consolas podían tener espejos con coronaciones y entonces se llamaban Troumeau. Algunas eran verdaderas obras de arte. Las había con angelitos desnudos con diversos instrumentos musicales. Otras eran de ratoncitos, uvas, ramas y hojas de parra, pero las mejores estaban coronadas o timbradas, que sólo podían ser usadas por las autoridades o personajes muy prominentes. Además poseían la alfombra central, varia consolas con sus guardabrisas, un piano, un arpa, guitarra o rabel las cortinas y los cortinajes.
Toda casa tenía su oratorio donde se velaban los santos protectores y había un altar privilegiado por rescriptum y hasta con la reliquia de algún santo traída de Roma. En el altar se colocaban imágenes talladas y óleos con motivos religiosos dando preferencia a los de especial veneración por haber pertenecido a la abuela, madre o hermana mayor ya fallecida.
Los 2 de Febrero de cada año, fecha en que la Iglesia celebra a la Virgen de la Purificación o de la Candelaria, se bendecían los cirios que iban a usarse durante el año y nunca faltaban flores en los jarrones del altar, siendo los niños los encargados de cortarlas.
Los dormitorios llamaban cuadras, como si fueran sitios destinados al ganado y todos daban al corredor, que a su vez se comunicaban con las toldas o ventanas y era de muy mal gusto que dieran directamente a la calle que en su mayor parte eran muy estrechas y se prestaban a toda clase de intimidades, por eso se llegaba a impedir que las señoritas solteras se asomaran al corredor o a las ventanas.
La azotea al aire libre servía para lavar y secar la ropa, como gallinero a veces y siempre para alejar a los traviesos monos del vecindario. No había la profusión de servicios higiénicos como hoy, con uno solo bastaba entonces, se llamaba excusado y estaba ubicado en el cañón, es decir, al fondo de la casa y dando al traspatio. Allí se depositaba el barril de a brómicos o excrementos y las bacinillas para uso doméstico, pues cada habitante tenía la suya propia. Después del Incendio Grande de 1.896 las nuevas casas de madera tuvieron el bouduá o cuarto de higiene, con tinas de metal y patas de león, duchas semicirculares, mesitas de afeites femeninos con peines y peinillas, pomas de cristal con esencias y perfumes. El cuartito de costura y el de vestirse,
La cocina, la alacena, el horno, el cuarto del tinajero para el agua que se filtraba gota a gota a través de una piedra porosa sacada de la ría a tiempo de la repunta, que es cuando no se mezcla con el agua salobre del golfo. En las esquinas estaban los botijeros de barro cocido donde depositaban el agua de la ría los aguateros, y el de la leña y/o carbón se situaban casi siempre fuera de las casas, separados por el pasadillo de la media – para que los olores de la cocina y sobre todo, el humo de la leña o el carbón, no contaminen las habitaciones. En otras ocasiones, el cuarto del carbón y/o leña estaba situado en los bajos de la escalera, pero esta costumbre se tornó asaz peligrosa por los incendios y terminó por caer en completo desuso.
El comedor era igualmente grande y estaba cerca de la media agua para facilitar la conducción de viandas. Los comedores no daban ni a la calle ni al corredor, sino al claustro y a una “solana” o sitio para tomar el sol, donde sólo cabían jaulas con loros y pericos, catarnicas y diostedé y los viejos salían a asolearse, de allí el nombre de solanas.
Y detrás del patio venía el traspatio con su gallinero y hasta con su vaca y árboles frutales, para deleite de la chiquillada de entonces.
Los minaretes, alminares o torres de vigilancia comenzaron a usarse desde 1.800 pero no progresaron y hoy casi ni existen. Allí se acostumbraba colocar hamacas para recibir el fresco de Chanduy como se conocía a la brisa que sopla de la sabana sureste de la ciudad desde las cinco de la tarde. Por eso se decía: Chanduy oscuro, aguacero seguro, cuando se pensaba que iba a llover sobre la ciudad.
Las buhardillas comenzaron a partir del siglo XX, tras el Incendio Grande y el Incendio del Carmen, y eran lugares oscuros, casi sin ventanas, ubicados en la parte superior del primer piso alto de las casas de madera, donde se podía depositar todo lo inservibles y viejo o los recuerdos familiares que ya no se usaban. La más famosa buhardilla de Guayaquil fue la de Joaquín Gallegos Lara en la casa de su tío, donde el escritor acostumbraba recibir por las tardes a sus numerosos visitantes, para instruirles en cuestiones literarias o políticas.
Otras casas tenían el cuarto de juegos, tan grande y vacio como un establo, donde se llevaba a los niños a jugar con sus carritos para que no rompan nada o a veces se colocaban los libros y demás recuerdos familiares de los propietarios y entonces pasaban por bibliotecas. Tales eran las casas viejas.