La actual península de Santa Elena llamada Sumpa en tiempos prehistóricos, era gobernaba por el Cacique “Tumbe” y a su muerte lo sucedió su hijo segundo “Otoya”, que dejóse llevar por los más bajos, sentimientos y tiranizó a la región convirtiendo a los pobladores en víctimas de sus excesos. Los hombres realizaban trabajos forzados y las mujeres engrosaban su harén, pero una mañana divisaron enormes balsas que se acercaban a la playa y fondearon en medio mar; de ellas bajaron hombres que al tocar el agua aun sobresalían de la cintura para arriba y caminando a la playa se acostaron a reposar y roncaban tan alto y fuerte que por poco desgajaban las ramas de los más cercanos árboles (1)
ANDANZAS DE LOS GIGANTES
Horas después y ya despiertos, no encontrando cosa alguna de comer en los alrededores, fueron a un prado cercano y dieron buena cuenta de más de cien llamas, tomaron de las patas y las mataron en un santiamén. Con troncos de mangles hicieron una fogata, medio cocinaron sus carnes y las devoraron. Bien se conocía que llegaban con hambres atrasadas porque no contentos con eso arrasaron con frutas, verduras y legumbres en un radio de dos kilómetros a la redonda, sin encontrar seres humanos, porque los sumpeños habían tenido la buena idea de subirse a los más lejanos árboles, a contemplar la escena.
El mejor plantado súbdito de Otoya no llegaba ni a la barbilla de un gigante, cuyos dedos eran del grosor de un tronco de guasango y desde ese día pasaron a ser esclavos de estos nuevos señores, iguales o peores que Otoya, quienes construyeron fortalezas de grandes dimensiones desde allí salían en sucesivos viajes a devastar los contornos, acabando con sembríos, rebaños y poblaciones para satisfacer su voraz apetito. Nada les llenaba, una sementera era poca cosa, necesitaban más ycomo eran jóvenes y juguetones, cierto día apresaron a Otoya y en son de broma le dieron muerte cruel y así terminó este desgraciado príncipe.
VORACIDAD DE COMER Y BEBER
También fabricaron redes para pescar cientos de peces en cada ocasión, agotando los cardúmenes de Santa Elena. De un sorbo bebían el agua de los pozos construidos por los naturales y se vieron forzados a construir otros nuevos, mucho más grandes y profundos, que aún existen a la entrada de la población. Y así, en estas andanzas, los gigantes vivieron algunos meses sin problemas hasta que notaron con cierta desazón que se habían olvidado de traer a sus mujeres, a las que posiblemente dejaron abandonadas en alguna otra zona del planeta e iniciaron una sistemática persecución entre las hijas de los habitantes de la península, que no sabían qué hacer con estos incómodos huéspedes.
Ni siquiera llego a imaginar como habrá sido el amor entre tan descomunales seres con las mujeres de la región. Los antiguos aseguraban que el más simple abrazo las trituraba como obleas y que una mínima caricia les rompía los huesos. Lo único cierto es que la cosa no progresó por imposibilidad física y entonces los jigantes, lejos de conservarse castos y puros, se dedicaron a hacer el amor entre ellos, con lo cual incitaron a la divinidad en su cólera y cierta mañana, memorable en los anales de la región de Sumpa, Dios se dignó componer el error cometido al enviar a los jigantes para libertar a los súbditos del difunto Otoya, mandando esta vez al Arcángel San Miguel con su espada de fuego que exterminó a los intrusos rápidamente, volviendo las cosas a la normalidad.
ORIGEN DE LA LEYENDA
Desde los albores de la conquista española numerosos habitantes de la zona de Santa Elena al arar las tierras de sembrío descubrían enormes muelas, quijadas, costillas y osamentas que atribuyeron a restos humanos prehistóricos. Nada más fácil que achacar estos huesos a seres enormes fallecidos en remotas épocas y así surgió la leyenda de los jigantes, recogida por Cronistas de tanta importancia como Agustín de Zarate, Pedro Cieza de León y los padres José de Acosta y Annello de Oliva, para mencionar solamente a unos cuantos.
En 1.736 el Sargento Mayor Juan del Castillo llevó a Quito una singular muela de cinco libras de peso, igual a la de un hombre, pero mucho mayor. Esta muela formó parte de una valiosa colección de fósiles hallados en Santa Elena y no hubo títere con cabeza en la ciudad capital que se quedara sin contemplar y palpar tan descomunal pieza dentaria, nunca vista ni soñada y nadie dudó que hubiera pertenecido a un gigante.
El propio del Castillo exhibía en su poder una certificación notarial obtenida en Guayaquil, donde se informaba que la quijada de donde sacó tal muela media tres cuartas partes del tamaño del cuerpo de un hombre normal.
Otro descubridor de muelas prehistóricas en Santa Elena había sido el Capitán Juan de Olmos, que a mediados del siglo XVI concluyó sus observaciones asegurando la existencia de seres gigantescos cuyo porte sobrepasaba a cuatro hombres. Igualmente, en 1.550, se descubrió cerca de la actual población un lote de muelas de una libra cada una y tuvo varias en su poder el cronista Annelo de Oliva, S. J.
Mas la moderna investigación ha llamado a desengaño a los estudiosos de nuestro pasado, porque habiéndose enviado algunos de estos restos en épocas modernas a Europa y Norte América, ha venido como única respuesta que pertenecen al “mastodonte andinun”, cuyo peso y tamaño concuerda con la talla atribuida a los gigantes y que debieron existir en gran número hasta casi los finales de la época cuaternaria, extinguiéndose antes de la llegada de los primeros hombres a la zona.
Estos mastodontes se separaron de la línea genética y evolutiva del mamut hace veinte y cinco millones de años y los primeros especímenes aparecieron en Europa, extinguiéndose recién en el período Holoceno hace unos diez mil años, se alimentaban en forma similar a los rinocerontes de la hierba baja y de pequeños arbustos. Su nombre lo puso el sabio George Cuvier en referencia a la forma de sus molares.
Un hueso gigantesco de Mastodonte se exhibe en el museo de la Escuela Politécnica de Guayaquil.