En 1.531 Bartolomé Ruiz de Estrada conduciendo a una treintena de aventureros y a Francisco Pizarro arribó por segunda vez a las costas ecuatorianas, a la altura de la hoy provincia de Esmeraldas, cuya comarca desconocía por completo y donde pensaba que podía comenzar el fabuloso reino del Birú o Perú como se dice ahora.
Pizarro largamente había anhelado su conquista, hallábase impaciente y dispuesto a correr los peligros que muchos le habían anunciado. Lejos estaban los dolorosos padecimientos sufridos en las islas del Gallo y la Gorgona, cuando abandonado por todos languideció largos meses sufriendo las inclemencias del tiempo, la sed, el hambre.
Ruiz era Piloto Mayor y experto en toda clase de navegaciones, en ocasión anterior – 1.526 – había explorado hasta las costas del golfo de Guayaquil donde descubrió la isla de Santa Clara o el Muerto, avistando una pequeña población de pescadores costeros y un templo construido de piedras grandes superpuestas y decorado con ex votos o sea con figuritas de metal (plata o cobre) en su exterior, que representaban diversas partes del cuerpo: Los españoles imaginaron que se trataría de un templo usado en ciertas épocas del año para realizar sacrificios a las deidades de la medicina. Dicho templo había sido abandonado cuando llegaron los españoles, que lo despojaron de sus adornos metálicos.
Por algunos indios que fueron sorprendidos y apresados conocieron que la isla grande o Puná estaba habitada por gente animosa, que se preciaba de tener un origen distinto a los demás pueblos, por cuanto eran sobrevivientes de una cultura que floreció siglos atrás en la costa peruana y que hoy se conoce como Chimú, destruido por los Incas en el siglo XIII, pero los chimúes de Puna seguían libres por habitar una isla inexpugnable rodeada de aguas profundas.canoas de guerreros tumbecinos que iban a combatir a Puná, enterándose que en el Birú – hacia el sur – se gastaba mucho lujo y boato, sus indios eran cultos y limpios, ya que estos indios prisioneros estaban debidamente presentados y revelaban un gran adelanto cultural como jamás se había hallado en los indios Caribes que habitaban en las islas y costas de Centroamérica.
Pizarro tenía muchas virtudes y una de ellas era la perspicacia, de donde se le ocurrió hacerse “amicísimo” de los presos y con ellos siguió a Tumbes, deslumbrandose ante la magnificencia de la primera ciudad incásica que visitaba, viendo un enorme edificio llamado “Pucará” y numerosas torres y terrazas de abundante verdor y hasta lujuriosa vegetación tropical, que daba el aspecto de un misterioso esplendor a la ínclita ciudad y fortaleza de Tumbes.
Las gentes eran cariñosas y curiosas al máximo, conduciéndole en son de fiesta a donde estaba el “Pacha Curaca” quien atendía a uno de los orejones de la corte y entre ambos se interesaron muchísimo de conocer lo más que podían a los extranjeros, preguntándoles sobre el futuro y las razones de tan largo y peligroso viaje. Muy bien se notaba que el orejón quería informar al Inca con lujo de detalles y por eso Pizarro contestaba con cortesía e inteligencia, diciendo que era un viajero de paz y orden, para encantar a su interlocutor.
Los tres tumbecinos que Ruiz había capturado en su primer viaje, ya conocían el castellano y sirvieron de intérpretes. Uno de ellos se hizo famoso con el apodo de Felipillo. Pizarro obsequió ”valiosos presentes” consistentes en varias sartas de cuentas de cristal y un hacha de hierro, que fue la comidilla de la población y llegó días mas tarde a manos de Atahualpa.
A la mañana siguiente subió el orejón al barco y lo hizo resplandeciente de gemas, seguido de un brillante cortejo de dignatarios menores que miraban a diestras y siniestras, tratando de captar hasta el último detalle de la rara nave que pisaban. Numerosos presentes fueron llevados a bordo, consistentes en frutas y legumbres de la región. Pizarro volvió a obsequiar al Curaca con un cerdo, dos gallinas y un gallo, que al ser conducido al palacio tuvo la ocurrencia de salir cantando y espantó a la multitud con algunos bien sonados quiquiriquíes, que produjeron gran confusión y una desbandada en medio de terrores y pisotones; pero Pizarro no perdía su tiempo en zalemas diplomáticas con el Curaca y el Orejón, también aprovechaba para espiar por la ciudad averiguando noticias del Birú y a fe que mucho aprendió sobre el Inca, su capital llena de palacios y templos revestidos de planchas de oro y plata, las ofrendas de piedras preciosas y el sistema de su gobierno, pero lo que más le llamó la atención fue el respetuoso trato que se profesaba al Inca, a la nobleza incásica y a la de los Chimúes, al punto que decidió seguir hacia Chincha, pues en aquellos tiempos parecía que la “unificación incásica, basada en el despotismo, era la novedad” y la “tradición en cierta forma de bárbara libertad y menor servidumbre era la herencia antigua” que aún se admiraba en los Chimúes.