El Viernes Santo 30 de marzo de 1877, tras celebrar los solemnes oficios de Semana Santa en el interior de la Catedral, moría envenenado el doctor José Ignacio Checa y Barba, Arzobispo de Quito y Primado de la Iglesia ecuatoriana. La Autopsia y el análisis químico posterior demostraron que una mano impía había emponzoñado el vino de consagrar con estricnina.
Iniciadas las averiguaciones se descubrió que José Vicente Solís Terán, que trabajaba en la Curia, fue quien puso las vinajeras en la mesa auxiliar del altar y que el 16 de diciembre del año anterior, es decir, a escasos tres meses del crimen, con una bayoneta de su propiedad había forzado la puerta de una alacena de la Curia sustrayéndose un frasco de estricnina y otro de ácido fénico, además de un reloj y un revólver, que luego devolvió al doctor Manuel María Bueno por ser de su propiedad. No olvidemos el detalle de que este fue quien pagó a los complotados para el asesinato de García Moreno justamente dos años antes. ¿Qué hacía metido en este nuevo lío?
Igualmente se supo que Solís había manifestado que el Viernes Santo se pondría en Quito la primera piedra del templo de la masonería universal, queriendo significar con esto que los fracmasones conquistarían un sonado triunfo. Además, el día del crimen, como a las nueve de la mañana, se presentó en el presbiterio para ayudar en los preparativos de la misa, quedándose hasta la terminación de la función litúrgica. Varios testigos, y entre ellos Mercedes Chica, Manuel Ariza, Salvador Unda, David Bermúdez, Manuel María Zaldumbide y David Mejía, aseguraron en el juicio que Solís bajó un instante del presbiterio del altar, llamado por Francisco Mata y Viteri, primo hermano del General José María Urbina Viteri, influyente personaje en el gobierno, al punto que meses después, en 1878, presidió la Asamblea Nacional Constituyente. También declararon que Solís regresó precipitadamente al altar y que miraba furtivamente a las personas asistentes sin prestar atención a la misa. Eso se dijo de Solís.
DETALLES DEL CRIMEN
¡Me ahogo! ¡Hijos míos! ¡He sido envenenado! Fueron las únicas palabras que pudo pronunciar la ilustre víctima antes de caer sin conocimiento. Nada hacía pensar que moriría a los pocos minutos entre rudos estertores de agonía. Esa mañana y como de costumbre, habíase levantado al clarear el alba, leído el libro de oraciones que siempre acostumbraba portar y se había aprestado a concurrir a la Iglesia Catedral donde cambió sus pobres vestiduras con los ornamentos sagrados de luto, por ser Viernes Santo.
Iniciada la ceremonia y a la lectura del Evangelio, se presentó en la iglesia el Presidente de la República, General Ignacio de Veintemilla, vestido con sus mejores galas militares y escoltado por numerosa gente de tropa que le resguardaba las espaldas. La función litúrgica, paralizada por el ingreso del primer mandatario, continúo luego sin interrupción hasta el momento en que el Arzobispo probó el vino, que bebió, aunque haciendo muecas de disgusto, porque lo supo amargo como la hiel. En voz baja dijo al Doctor José María González, Sacristán Mayor de la Catedral, “A este vino le han puesto cascarilla (quinina) pues está muy amargo” y le ordenó que lo guardara en la vinajera para comprobar después el por qué de sabor tan desagradable. De regreso al palacio, acompañado por los Canónigos miembros del Capítulo Catedralicio, sintió rudos dolores y hasta desfallecimientos y exclamó: ¡He sido envenenado! Fueron sus últimas palabras.
En ese momento el Canónigo Arsenio Andrade, luego Obispo de Riobamba, Manuel Andrade Coronel y José Godoy, que habían ayudado al Arzobispo a decir misa, ingresaron violentamente al palacio conocedores que algo malo estaba sucediendo, por la murmuración del populacho que había visto sacar prácticamente desmayado al Arzobispo y todos ellos quisieron probar el vino. Arsenio Andrade lo hizo con cautela y lo arrojó al punto, Manuel Andrade también lo escupió, no así Godoy, que saboreándolo ingirió algunas gotas. Todos estuvieron de acuerdo que algo raro contenía por su sabor amargo.
Veintemilla había cambiado su regio uniforme por una simple levita y estaba en el palacio haciendo guardia en la puerta de la recámara mortuoria para evitar que ingresaran personas ajenas al clero. Sus razones tenía,, ya que a pesar de la gran amistad que le unían con el difunto, por algunos incidentes ocurridos ese año se habían distanciado y esto podía dar pábulo para que corrieran rumores de ser él, el autor del envenenamiento sacrilegio.
UNA MALHADADA EXCOMUNION
Dos meses antes de estos acontecimientos, el 20 de enero de 1877, el ilustre periodista liberal Manuel Cornejo Caballos, imprimió en Quito un folleto titulado “Carta a los Obispos” recordándoles la obligación que tenían de no entrometerse en la vida política del país, dedicando sus energías a empresas más elevadas como la salvación de las almas, etc. y abundando en razones teológicas y citas tomadas de la última Encíclica de Su Santidad Pío IX. La excomunión para todo aquel que leyera el folleto no se hizo esperar y fue fulminada por Checa y Barba, en Quito, el 5 de Febrero, a escasos quince días de su circulación., mediante la pastoral QUANTA CURA DE PASTORALIS VIGILANTIA. Este incidente había limado las buenas relaciones existentes entre el estado y la iglesia porque Veintemilla se sintió afectado por la excomunión lanzada contra los lectores de “La Carta a los Obispos” y así se lo hizo saber al Arzobispo pues consideró que la medida adoptada era una exageración impropia en un país civilizado. Aparte que él también se sentía afectado, pues era uno de los lectores aludidos en forma anónima.
ACUSACIONES CONTRA TODOS
El Subdiácono de la Catedral doctor Manuel Andrade Coronel, a las pocas horas del asesinato fue llamado a Palacio para ultimar los preparativos del entierro en la Catedral y no en la iglesia de la Compañía, como se había pensado.
La razón la expuso el mismo Veintemilla diciendo que había oído muchos comentarios que sindicaban a los jesuitas de autores del crimen. Andrade contestó negativamente porque la Catedral había quedado “poluta” es decir, impura, por el sacrilegio cometido y era necesaria la presencia de un Obispo para que volviera a recobrar su calidad de Santa. El entierro debía verificarse en la Iglesia de la Compañía; además, rogó a Veintemilla que no asistiera por temor a las represalias del pueblo, que necesitaba una víctima en quien desquitar sus ansias de venganza, y el jefe de Estado no podía exponerse a las iras del populacho en una ceremonia tan solemne. La razón era de peso y fue aceptada con gusto.
Ese mismo día se inició el Sumario de Ley con el levantamiento del Auto Cabeza de Proceso, radicando la competencia al Juez Civil Doctor Camilo de la Barrera, que renunció poco después y fue subrogado por el Doctor Luis Quijano, y a éste, por ser de fuero eclesiástico el asunto pesquisado, le reemplazó el Doctor Francisco Pigatti, Vicario General de la Diócesis de Ibarra.
EL MISTERIO NUNCA SE ACLARÓ
La familia Checa y Barba recurrió al doctor Luis Felipe Borja Pérez, primo del de cesado y cuñado de Manuel Checa y Barba hermano mayor del difunto, para que actúe en calidad de acusador particular y con este motivo las pesquisas se multiplicaron cayendo todo el peso de la ley sobre varios jóvenes liberales guayaquileños que vivían en Quito y habían concurrido esa mañana del crimen a los oficios religiosos de la Catedral por ser miembros de la guardia personal de Veintemilla y trabajar para el gobierno. También se realizaron otras diligencias que condujeron a nuevas pistas que acusaban al Subdiácono doctor Manuel Andrade Coronel, nada menos que acompañante del fallecido en la malhadada Misa. El había estado durante el oficio divino a la derecha de la víctima observando en todos sus detalles cómo el ayudante José Vicente Solís Terán tomaba la vinajera depositada sobre la mesa denominada “Credencia.”
Monseñor Checa y Barba empezó a sentir los efectos del tóxico, Andrade Coronel se escabulló, pero notando quizá que la falta de su persona podía sindicarle directamente en el asesinato, armado de sangre fría regresó al Palacio Arzobispal donde suponía que estaría el cadáver y allí encontró al nervioso Veintemilla, que hacía de portero, sin dejar pasar a nadie.
(1) Andrade Coronel tenía un hijo natural en la joven señorita Josefina Berrío, huérfana y pobre en Quito, aunque de las buenas familias de Popayán, que acababa de comprometerse en matrimonio con el artista pintor Joaquín Plinto. Dicho compromiso tenía como antecedente el hecho de haber sido llamado Pinto a decorar los techos de la Casa de Andrade. Allí conoció a la Berrío, pintora aficionada que pasó a su taller en calidad de alumna y advino el amor, con el paso de los meses se casaron, nacerían varias hijas y el niño Andrade Berrío fue criado por Pinto como hijo propio. Andrade Coronel se sintió traicionado, era un joven rico, le decían el colorado y el loco por su genio arrebatado, muy culto, en su casa propia del centro de Quito poseía una espléndida biblioteca. Posiblemente fue inducido al sacerdocio sin vocación, entrando a la iglesia solo para satisfacer la voluntad de sus padres como era usual en el siglo XIX en nuestro país.
Los testigos Antonio Cazaretto, Alejandro Schibbye, Francisco Schimit, N. Clozet, Juan Pablo Sáenz y Alfredo Jones, indicaron en el proceso que Andrade Coronel estuvo con el Arzobispo en la Misa, que la vinajera conteniendo el veneno fue tomada por Solís Terán, pasada al Seminarista Teófilo Rubianes, quien la dio al Canónigo Andrade Coronel y éste a su vez al Presbítero Arsenio Andrade, que fue el que escanció el vino en el Cáliz. Que meses antes Andrade Coronel compró en distintas farmacias de Quito, de propiedad de los deponentes, numerosas cantidades de venenos para ratas. A Modesto León, incluso, le solicitó en compra un veneno indígena denominado “Ilahuqui” dizque para matar una tenia (vulgarmente conocida con el nombre de solitaria) que tenía enquistada.
UN ATENTADO PREVIO
El testigo Antonio Cazaretto dijo que poco tiempo atrás el Canónigo Andrade Coronel le había propuesto que invitara al señor Joaquín Pinto con quien tenía una antigua desavenencia, para darle a beber licor envenenado, con el propósito de vengarse de Pinto
LOS SINDICADOS OBTIENEN SU LIBERTAD
Como las declaraciones acumuladas contra el Canónigo Manuel Andrade Coronel contenían indicios concordantes, concomitantes y más de tres, dejaron de ser simples indicios en su contra y se convirtieron en pruebas. Él había estado cerca de las vinajeras, comprado diferentes tóxicos con anterioridad al crimen, tratando de ocasionar daño al señor Joaquín Pinto con un procedimiento igual al del asesinato de Checa y Barba y para colmos, habiendo almorzado el día anterior con la víctima, se dijo que en la mesa el Arzobispo le había recriminado por su conducta soberbia y anticristiana, al haber esperado a Pinto en una esquina y cuchillo en mano, para matarlo. Cosa que no pudo realizar merced a la intervención de varios vecinos y a que Pinto salió corriendo, como era la comidilla en toda la ciudad por tratarse de personas archi conocidas (un religioso y un afamado artista pintor)
El Dr. Borja mantuvo en su despacho por espacio de dos semanas el proceso sin saber qué camino tomar ni a quien acusar pues a su criterio los mayores implicados podían ser los jóvenes liberales guayaquileños al servicio del gob ierno del General Ignacio de Veintemilla, pero el mantener los autos tanto tiempo constituyó una irregularidad y una injusticia fragrante.
Mientras tanto los jóvenes continuaban en prisión, aunque finalmente todos fueron liberados: Ellos fueron el presbítero Joaquín Chiriboga, que meses después, en 1878, actuó como redactor de El Comercio en Guayaquil, siendo separado de sus funciones por orden superior debido a sus constantes trabajos por el triunfo de los ideales de la revolución francesa en el Ecuador. José Gabriel Moncayo, miembro activo del Partido Liberal y autor de la “Carta a los Obispos” y Manuel Pareja y Arteta, liberal y masón de larga y activa vida de agitador, conocido como “El Gato Pareja” por sus ojos verdad, que falleció años después y en forma misteriosa, de una puñalada en la espalda, mientras trabajaba en Lima, imprimiendo periódicos clandestinos contra los regímenes dictatoriales. Igualmente, José Vicente Solís Terán que había pasado la vinajera.
EL CANONIGO SE ESCAPA
En este estado de la causa, el Acusador Particular Doctor Luis Felipe Borja Pérez se abstuvo de acusar a nombre de la familia: “No acuso a nadie por no encontrar pruebas dentro del proceso, contra ninguno de los sindicados”.
Y para colmos, enturbiando aún más el misterio que rodea a la muerte sacrílega del Arzobispo de Quito, una monja declaró tiempo más tarde que estando en Panamá ayudó a bien morir a un español alicantino llamado Vicente Casanova, quien en artículo mortis se declaró culpable del crimen del Arzobispo dizque actuando a nombre de las Logias. Por su parte la notable escritora ecuatoriana Marietta de Veintemilla en su obra de defensa del gobierno de su tío Ignacio, dice en la Pág. 33, que el señor José María Noboa Baquerizo, Ministro del Interior en 1876, después de recibir los santos sacramentos y en su lecho de muerte el 27 de junio de 1880, dispuso que un pliego qué dejaba cerrado se publique por la prensa después de muerto, pliego en que se esclarecía el misterio del crimen señalando al culpable ¿Qué se hizo el pliego? Jamás se publicó y hasta estamos dispuestos a creer que el hecho relatado por Doña Marietta es sólo una invención contada a la autora por alguien interesado en enredar aún más el asunto en provecho del culpable, quien quiera que haya sido. Por eso se dice que cuando un crimen se torna político, el asunto se vuelve difícil dada su importancia de los personajes, jamás se encuentra culpables y todo queda en el misterio.