Con el nombre de “Patria Boba” se conoce en el Ecuador a los tiempos que se iniciaron con la revolución quiteña del 10 de Agosto de 1809 y terminaron con las batallas de San Antonio y Yaguarcocha en Diciembre de 1812, pues en aquellas épocas eran los próceres cándidos y tiernos como niños, obraban sin la prudencia y madurez que aconseja la política y se esforzaban en ejercitarse tanto en grandes hazañas como en actos pueriles propios de sus sencillas costumbres,” mas, no por esto vamos a juzgarlos mal, porque sus veleidades eran de gobernantes inexpertos que obraban de buena fe. Y como para muestras valen los ejemplos, aquí van algunos sacados de aquí y allá, como quien dice, al azar.
Antonio Nariño publicaba el periódico “La Bagatela” en Bogotá entre los meses de Julio a septiembre de 1811, atacando el sistema “Federal” adoptado por el Congreso Libre de Cundinamarca cuyo presidente era Jorge Tadeo Lozano, a quien la oposición llamaba Jorge I en son de burla. El 19 de septiembre se armó un tumulto en la plaza principal y el flamante presidente renunció, siendo reemplazado por el propio Nariño, que con este acto consumó el primer golpe revolucionario que registra la historia colombiana.
Enseguida inició su gobierno con una declaración de unidad que fue replicada desde Cartagena de Indias con otra de los Federalistas, quedando planteado el dilema entre ambos bandos. En Bogotá las opiniones estaban divididas y los federalistas publicaban el periódico “El Carraco”, adoptando este nombre como sinónimo de oposición al régimen de Nariño. Un día, en mitad de la plaza, un ardiente unitario arrancó de las manos de un lector un ejemplar del Carraco, pateándolo enfurecidamente ante numeroso público que es pectaba el sainete. De allí en adelante los unitarios pasaron a ser apodados “Pateadores” y con este nombre han pasado a la historia.
Tiempo después Nariño renunció el cargo y fue reemplazado por el Primer Consejero de Estado, Manuel Benito de Castro, más conocido como “El Padre Manuel” por haber estudiado el noviciado donde los jesuitas, hasta que habiendo sido expulsados el joven Castro se negó a acompañarlos al destierro, prefiriendo quedarse en Bogotá.
Castro era hombre de genio raro que nunca entró en modas. Vestía en 1812 como había sido usual cincuenta años antes, con casaca redonda con charreteras, chaleco largo, pantalón corto de terciopelo, medias blancas, zapatos puntiagudos de oreja grande y hebilla de plata, capa larga color de grana y con aleta galoneada y sombrero de tres picos con escarapela roja.
Su figura era noble por lo aseada, cutis blanco, rosado y muy afeitado, las narices y la gola o corbata llevaba siempre manchadas de tabaco de Sevilla del que era muy aficionado; peinaba con coleta y bucles plateados con polvos de almidón. Sus costumbres eran austeras, parco en las palabras, a veces jovial y hasta jocoso. Médico de profesión, no le faltaba clientela, vivía sólo en un cuarto de una antigua casa, tenia predilección por el chocolate, pero lo tomaba en la misma vajilla de barro en que se lo cocinaba. Para todo arregladísimo, dividía su tiempo en espulgar a una perrita, rezar el rosario, visitar amigos o parientes y atender enfermos. Nada le hacía cambiar de horas y ya se sabía de antemano su itinerario. De joven había estudiado gramática, filosofía y teología y después medicina por su propia cuenta. En 1805 rechazó un titulo nobiliario de Castilla y cuando Presidente del Estado de Cundinamarca jamás quiso cobrar sueldos, donándolos íntegramente a la Patria. Tal el retrato físico y moral de quien dirigió los destinos del Congreso colombiano.
Poco tiempo atrás, cuando Nariño gobernaba en Bogotá, el general Baraya sitió dicha ciudad para obligarlo a renunciar y ante la inminencia de una guerra civil, no faltó un denodado campeón que escribió ofreciéndose a pelear “pecho a pecho” con su hermano compatriota Baraya, “solo para evitar el inminente derramamiento de sangre” que todos preveían. Tan valeroso gesto de heroísmo mereció un “oficio de gratitud” en que el Consejo de Estado díjole a don Manuel del Socorro Rodríguez, “se admite el desafío que propone este nuevo púgil; pero con la condición de que en la lucha no ha de haber zancadillas.”
Demás está que indique al lector que jamás se llevó a cabo tan disparatado lance y que el bibliotecario Rodríguez cobró tal fama en Colombia, que aun muchos años después se le recordaba por su gentil propuesta. Sinembargo la sangre hermana corrió a raudales el 9 de enero de 1813, en que los bogotanos derrotaron a Baraya en reñida y ajustadísima lid, que las crónicas mencionan como milagrosa, puesto que habiéndose sacado días antes, de la Iglesia de San Agustín, la imagen de Jesús Nazareno, Nariño le atribuyó el triunfo, condecorándola con una placa de plata dorada, de forma circular, grabada en su interior con la fecha del combate y otorgándole el grado de “Generalísima de los ejércitos…”
Pero no se vaya a creer que todo era pueril en aquellos tiempos, que también tuvieron mucho de heroicos como cuando Nariño supo de una conspiración para su muerte y a pesar de ello le concedió la entrevista que había pedido el asesino. Una vez frente a frente, empezó a cerrar puertas y ventanas y le entregó las llaves. El asesino preguntó a qué se debía tal rareza y Nariño le expuso su pecho, asegurándole que había cerrado todo para facilitarle la fuga, pues no deseaba que sufriera daño alguno a causa suya. Tan elevada frase conmovió al criminal que le entregó el arma y entonces ambos se sentaron amigablemente a discutir los problemasde la Patria.
Los miembros de la Junta Soberana de Gobierno de Quito acostumbraban antes de entrar a resolver los problemas de la Patria, santiguarse muchas veces y cantar todos de pie el himno “Veni creator Spiritus”; luego, a cada rato salían a los pasillos a contestar recados y no faltaban las suculentas jícoras de plata con rebosante, espeso y sabroso chocolate en leche que consumían en grandes cantidades, para volver al tema de Fernando VII y si debía venir a habitar en Quito o reinar en santas paces en Madrid.
Al sello real se le tenía por la representación física del monarca reinante y usábase para timbrar el papel, habilitar los folios y otros menesteres. Algunos opinaron que debía ser guardado en una cajita de madera fina con terciopelo por dentro y otros que si estaría mejor en poder del tesorero de la Audiencia y así pasaban el tiempo en ridículas porfías.