106. La traducción de los Derechos del Hombre

A finales del siglo XVIII brillaba en la sociedad de Bogotá Manuela Santamaría de Manrique por su cultura y don de gentes y por mantener en su casa un museo de historia natural con nuestras de los tres reinos tomadas en los alrededores. Por las noches acudían a visitarla los principales talentos de la época y se conversaba sobre literatura, ciencias y arte en amenas reuniones que fueron llamadas “Del buen gusto”. Otro círculo literario y científico giraba en torno a don Manuel del Socorro Rodríguez, director de la Biblioteca Pública por nombramiento del Virrey Ezpeleta. Sus amigos fundaron la “Sociedad Eutrapélica” y hasta llegaron a editar el “Papel Periódico” que salía dos veces por mes y en medio de tan selecto grupo de jóvenes llamados a ocupar grandes destinos, se formaba Antonio Nariño, que al decir de sus contemporáneos era “de distinguida figura, rubio, blanco y pecoso; de mirar dulce y animoso, ojos saltados, labios gruesos, boca pequeña y con belfo, voz suave, lenguaje fácil, pecho firme, pie pequeño y mano nerviosa y delicada…”

Nariño tenía en Bogotá una casa principal al lado de la plazuela de San Francisco, alhajada con cierta opulencia. Su familia era noble y muy conocida. Había estudiado jurisprudencia en el Colegio de San Bartolomé y gozaba de la amistad de los virreyes Gil y Lemos y luego de Ezpeleta, en el desempeño de sus funciones de Tesorero de Diezmos. Había sido Alcalde del Cabildo, leía periódicos extranjeros y conocía los principales clásicos griegos y latinos, así como las obras de los modernos escritores europeos. De un oficial de la Guardia del Virrey obtuvo en préstamo un ejemplar en francés de “La Historia de la Asamblea Constituyente de Francia” que leyó con sumo agrado y entusiasmo creciente pues también hablaba idiomas, Corría el año 1794 y en una pequeña imprenta de mano de su propiedad, utilizando a su empleado Antonio Espinosa de los Monteros, publicó la parte correspondiente a los Derechos del Hombre, que previamente había vertido al castellano, saliendo con algunos ejemplares a recorrer las calles. Primero vendió uno, otro dio a un tercero y cuando se disponía a vender los restantes fue apresado por orden superior, exactamente a los dos días de haber realizado la impresión y aunque se practicaron sonadas pesquisas las autoridades no pudieron hallar los restantes ejemplares que el cauteloso Nariño había mandado a quemar minutos antes, cuando se dio cuenta de la gravedad de su labor; aunque otros opinan que nunca hubo tal incendio y que el resto de la edición se repartió en secreto entre sus amigos los intelectuales.

Mientras tanto el Virrey Ezpeleta que se hallaba en Guadúa, fue a Bogotá llamado por la Audiencia e inició tres juicios contra Nariño, ordenando al Regidor Joaquín Mosquera y Figueroa que requisara la casa del prócer, hallándosele algunos apuntes de tinte revolucionarios y en un cuaderno el epitafio de Benjamín Franklin que dice así: EPITAFIO. // Arrebató al cielo el rayo / y el cetro a los tiranos.” //

Por tales motivos Nariño fue condenado a diez años de prisión en el África, la confiscación de sus bienes y el extrañamiento perpetuo de América. Otros amigos suyos corrieron suertes parecidas: Francisco Antonio Zea fue extrañado a España por ser de “ánimo revoltoso y travieso”; Sinforoso Mutis recibió multa dizque porque siempre se quejaba diciendo: ¿Cuándo será el día en que seamos libres y vivamos en un estado republicano?” y como las causas criminales pasaron a España, los demás acusados fueron absueltos por el Consejo de Indias de Sevilla pero bajo graves prevenciones de que si reincidían en sus afanes revolucionarios no habría compasión para ellos. Esto sucedió el 28 de noviembre de 1795.

El barco que conducía a Nariño al Africa arribó a Cádiz y fue rodeado de numerosos barquichuelos que llevaban gentes a bordo y, en dicha confusión Nariño tomó una soga, bajó a una canoa y compró al propietario con un doblón, convenciéndole de llevarlo a tierra, de donde pasó a la casa de su amigo el comerciante Esteban Baltazar de Amador, quien lo escondió y atendió a cuerpo de rey. Este señor era padre legítimo de Esteban José de Amador y Rodríguez Fúnes fundador de su apellido en Guayaquil.

Este Amador era un andaluz que anduvo muchos años en Cartagena de Indias dedicado a la profesión de mercader; había contraído matrimonio con Josefa Rodríguez Fúnez y tuvo varios hijos que servían en el Tribunal del Consulado de esa plaza y como le unía a Nariño una vieja amistad y no escasos negocios, al verlo perseguido y pobre, no trepidó en ayudarle a emprender un viaje a la corte para defender su causa como abogado, pasando luego a París donde recorrió los Tribunales, estudió las nuevas leyes republicanas y trabó amistad con los principales personajes de la revolución francesa. De allí tomó hacia Londres y conferenció con Lord Liverpool, Ministro de Negocios extranjeros de Inglaterra, que le solicitó la entrega de Colombia como colonia, a lo que el precursor se negó de plano, ya que jamás había pensado en tan descabellada acción.

Meses después regresó a Maracaibo disfrazado de sacerdote y evitando los centros de mayor población llegó a Bogotá y se presentó ante el nuevo Virrey, Pedro Mendinueta y Musquis, por medio de una recomendación muy especial del Arzobispo Monseñor Martínez Montañon, que le quería desde antaño como a un hijo y tras largas negociaciones aceptó guardar prisión en el cuartel de caballería, donde estuvo como en su casa por seis largos años, entrando y saliendo a discreción.

En 1803 los Dres. Celestino Mutis, Sebastián José López y Miguel de Isla certificaron que adolecía de una tisis pulmonar en segundo grado y que requería descansar en su casa y las autoridades le permitieron abandonar su encierro bajo fianza. En 1807 logró manejar personalmente sus bienes saliendo de la interdicción en que se hallaba y todo volvió a la normalidad, pero había transcurrido trece largos años desde que fue apresado y perseguido y todo ello casi por nada.

Más, no se crea que sus sufrimientos hablan sido inútiles, pues la semilla caída en tierra fértil estaba dando abundantes frutos. En 1799 aparecieron unos impresos en Cartagena de Indias que decían: “Infelices habitadores de Cartagena, ya es tiempo de que rompamos el yugo que tanto nos oprime: acábese para esto el infame gobierno que tanto nos abate… “El Virrey Mendinueta, que no era nadita tonto, sabia que esto podía ser obra de Nariño y así lo escribió en una interesante relación que mandó a la corona: “Los ánimos quedaron disgustados de resultas de las actuaciones y de los procedimientos contra algunos sujetos. A mi llegada a Bogotá todo estaba en perfecta calma, pero no duró mucho tiempo esta feliz situación; la fuga de Madrid de uno de ellos (Nariño) y su oculta venida a esta capital, de que se tuvo pronta noticia, renovaron los cuidados y alarmaron los ánimos recelosos de nuevas actuaciones, pesquisas y procedimientos.”