103. Las Tragedias de dos Marqueses

El 16 de junio de 1747 el Rey Fernando VI firmó en su Palacio del Buen Retiro una Cédula por la que concedía la presidencia de la Audiencia de Quito a Juan Pío Montúfar y Frasso, natural de Arequipa en el Perú. Al año siguiente lo nombró Marques de Selva Alegre y Vizconde previo de Tacar, para mayor lustre de su nombre. El agraciado era propietario de un Mayorazgo en casas que se alquilaban a viajeros y transeúntes en Madrid y solamente a fines de 1752 emprendió viaje a América, tocando en Buenos Aires, Lima y Guayaquil. En julio 1753 estaba en Riobamba y recibió el homenaje de una delegación del Cabildo quiteño que lo fue a recibir.

El 22 de septiembre entró ceremoniosamente en la capital, montado en fino alazán y silla de plata. En la plazoleta de San Sebastián su antecesor don Fernando Sánchez de Orellana y Rada, II Marques de Solanda, le entregó el bastón de mando y a las doce procedió a tomarle el juramento, luego almorzaron casi cien personascon vinos y mistelas hasta las 6 de la tarde. El nuevo mandatario no era “letrado” y por eso carecía de voto en la administración de justicia, aunque por su rango le correspondía presidir el tribunal de la Audiencia; en cambio, se dedicó a supervigilar los detalles del gobierno con tino y discreción, sin dejarse sentir ni influenciar de los vivos de siempre. Era enérgico y sabía mandar, pero se enfurecía fácilmente cuando le contradecían, creyendo que cualquier razón u objeción era falta de respeto a su persona.

Fuerte y corpulento, pasaba los cincuenta y cinco años y llevaba más de 10 de viudez de doña Martina de Taborga, muerta en Arequipa. En 1755 conoció en un paseo a Rosa de Larrea y Santa Coloma, de no más de veintitres años, hija de los más estimados vecinos de Quito y se enamoraron, pero como entonces no podían contraer matrimonio las autoridades con mujeres del lugar donde tuvieran mando, mientras se decidía a solicitar el permiso a la Corte comenzaron a nacer sus hijos. Sólo en 1761 pudieron casarse y esto es, previo el pago de una fuerte multa que le impuso la corona y que la Audiencia rebajó por considerarla injusta, mas, para entonces, enfermó la marquesa de fiebre puerperal y murió dejando a su viudo tan inconsolable que por las noches no dormía y golpeándose en la frente exclamaba: “Muerta mi Rosita y yo viviendo” . . . hasta que a las pocas semanas le vino un infarto y murió el 22 de septiembre, a la 1 1/2 de la tarde, justamente a los ocho años justos de haber entrado en Quito, siendo el día y hora en que vencía el período de su mandato ¡Cuantas coincidencias!

Su cadáver fue vestido con casaca militar y manto rojo (distintivo de la Orden de Santiago a la que se pertenecía) con botas, espuelas y un bastón con empuñadura de oro que simbolizaba su mando. Las campanas fueron echadas al vuelo y se lo llevó por dos días a la Catedral para la exposición pública. El mismo don Fernando Sánchez de Orellana que lo había recibido y que para 1761 había entrado al sacerdocio y era Deán de la Catedral, dirigió la ceremonia.

El día 24 salió el cortejo fúnebre llevando un ataúd forrado de damasco negro. Detrás iban dos hermosos caballos blancos, numerosos sacerdotes llevando la Cruz en alto, funcionarios de la Audiencia y del Cabildo y curiosos en general. Cada hora se escuchaba el retumbar de diez cañones y el repique a difuntos de las doscientas campanas de la ciudad. Todo era lúgubre y rígido, al final llegaron a la Iglesia de la Merced y fue enterrado en un cuerpo de bóvedas al lado de su amada Rosita,para que siempre permanecieran juntos.

Los cuatro hijos llamados Juan Pío, Pedro, Ignacio y Joaquín quedaron muy pequeñitos y al cuidado de sus abuelos paternos el General Ignacio de Larrea y Dávalos y doña Catalina de Santa Coloma y Gondra, que los amaban con entrañable ternura. Dichos niños aun no habían sido bautizados por aquello de que no llegaba el permiso de matrimonio y cuando llegó fueron cristianados el mismo día y con poderosos padrinos.

Juan Pío Montúfar con el paso de los años se convirtió en un hermano ejemplar pues todos sus desvelos iban encaminados en beneficio de los intereses familiares.

No era un hombre impositivo, por el contrario, podría haber pasado por tímido y bonachón, de índole servicial y afectuosa y muy dado al trabajo. Mucho le costó reclamar la herencia paterna del Perú que había quedado descuidada. Su padre, el Marques, tenia olivares de donde hacía conducir anualmente a Quito grandes tinajas de aceitunas y no pocas garrafas de aceite y vino que consumía con singular deleite, vendiendo el resto en el comercio y a muy buenos precios; así es que hasta allá se trasladó el hijo a pleitear y obtener la posesión de dichas tierras, que consiguió a la postre.

Después se dedicó a rematar el rubro de “Bulas de vivos y difuntos” con su tío Manuel Larrea y Santa Coloma; fue Regidor del Cabildo quiteño por cinco años y en tales funciones le tocó conocer el caso del mulato Esteban Zamora, que con otros “pardos” intentó quemar Guayaquil en julio de 1780 siendo derrotados por el vecindario que se libró de su tremenda venganza. Zamora fue condenado a muerte y paseado atado a un caballo de manos y pies y con una soga al cuello, luego se lo ahorcó; después empezó el descuartizamiento del cuerpo y sus miembros fueron arrojados a la vera de los caminos públicos como prescribían las leyes de la colonia.

Montúfar fue gran amigo de la cultura y hombre muy rumboso. Apoyo económicamente a Espejo y recomendó su libro “Reflexiones sobre la viruela”, le pagó la publicación del discurso de instalación de la “Sociedad Patriótica de Amigos del País” donde los talentos de esa época brillaron y a los sabios Humboldt y Bonpland los atendió en su casa de la hacienda de los Chillos. Con el ilustrado Presidente de la Audiencia, Barón de Carondelet, tenía útiles y patrióticas conversaciones; luego fue su Albacea testamentario.

Para 1809 era el vecino de mayor prestigio de la capital y por ello fue electo presidente de la Junta de Gobierno que se instaló el 10 de agosto, aceptando únicamente por evitar mayores trastornos políticos, ya que dada su natural condición pacífica, era el menos llamado a hacerlo. Los posteriores sucesos políticos demostraron que Montúfar no estaba preparado para el cargo, al que renunció casi enseguida. Después de 1812 sufrió destierros y prisiones y sus casas y haciendas fueron confiscadas. Lleno de tribulaciones y sufriendo intermitentes fiebres palúdicas viajó a Madrid en 1818 donde fue cariñosamente recibido por sus primos, luego se instaló en Cádiz y falleció en 1822. Su cadáver fue enterrado en la Catedral, donde aun permanecen sus restos en espera de que la Patria los reclame. Fue el primer Presidente de la América Libre.