Vargas Torres Luis

Luis Vargas Torres nació, en Esmeraldas, en 1855, siendo sus padres, Don Luis Vargas, honrado ciudadano, y doña Delfina Torres. Desde niño abandonó su ciudad natal, con el fin de recibir la primera instrucción en el Seminario de Quito, ciudad de la que retornó casi al cumplir su mayor edad, para dedicarse, poco después, a las actividades comerciales, en la ciudad de Guayaquil, donde con don Domingo Avellaneda, constituyó la sociedad mercantil que, en su comienzo, giró bajo la razón social de “Avellaneda y Vargas T. “. Compró los derechos de su socio, quedando, desde ese momento, al frente del establecimiento comercial que, por entonces funcionaba en el lugar en que actualmente se halla construído el Palacio de Gobierno, lado este. Liquidó sus negocios poco después de que el General Ignacio de Veintimilla sorprendiera la conciencia nacional con su proclamación de Dictador. Abandonó el suelo ecuatoriano, dirigiéndose a Panamá “Durante la segunda quincena de Noviembre de 1882 presentóse el jóven Luis Vargas Torres, procedente de Guayaquil, y me ofreció sus servicios personales y algunos miles de pesos que había traído para comprar armamento y abrir operaciones sobre Esmeraldas. Concentró todos los recursos hombres, armas y municiones en la Hacienda “La Propicia”, de propiedad de su familia, hasta el 6 de Enero de 1883, día en que apoderó de la ciudad, capital de la Provincia. Alfaro llegó a Daule, con sus tropas, el 15 de Abril, a Pascuales, el 28, y a Mapasingue, el 29. Sus efectivos eran 1200 hombres, bien armados, organizados en tres divisiones, comandadas por los Coroneles Manuel Antonio Franco, Luis Vargas Torres y Enrique Avellán, en el orden que se indica, la caballería al mando del Coronel Francisco Hipólito Moncayo y 200 hombres, destinados al servicio de transportes, municiones, etc.
Fue reconocido con fecha 6 de agosto como Coronel efectivo de Infantería, que, con el carácter de graduado, había tenido durante los días de la campaña. En 1883 Luis Vargas Torres, diputado. En 1884 Luis Vargas Torres que, poco antes, había dado a publicidad, en Guayaquil, un importante folleto titulado: “Alfaro y los Pentaviros de Quito”, que era una refutación a otro del General Sarasti, aparecido en dicha capital, con casi igual título salió de Guayaquil, con destino a Panamá, donde estaba Alfaro, el 5 de septiembre, a bordo del vapor inglés, “Bolivia”. El 6 estuvo en Manta, el 7 en Esmeraldas, y el 9 desembarcó en el Istmo. Acto continuo tomó contacto con el Caudillo, a quien, como en 1882, entregó una fuerte cantidad de dinero, esto es el valor del reintegro ordenado por la convención en reconocimiento de la anterior entrega con el fin de realizar una expedición. El caudillo liberal dispuso que Luis Vargas Torres, convertido en brazo derecho de la acción, se dirigiera al Cauca, con el fin de cumplir un importante cometido: Era este el de entrar en comunicación con los liberales de dicho departamento, que parecían empeñados en el triunfo de sus principios en el Ecuador. Batalla Naval de Tumaco. El día 20 de noviembre, encontrándose el “Pichincha a la altura de Tumaco, el grito de uno de los tripulantes anunció la presencia de un vapor que, a gran distancia, parecía navegar en sentido contrario del indicado por el barco revolucionario. En el acto, a través de los anteojos, pudo constatarse la presencia del “Nueve de Julio”, nave del Estado. La comisión fiscal que, con el nombre de Consejo Supremo Provisional, debe emitir y negociar los Bonos, se compondrá del Encargo del Mando Supremo de la República y de los vocales señores Dr. Felicísimo López, Jacinto Nevárez, Coronel Francisco H. Moncayo; y Vocal tesorero: Coronel Luis Vargas Torres. Había quedado en Esmeraldas, organizado la división que debía unirse a las fuerzas que operaban en los campos manabitas había abandonado, con este fin, la ciudad en referencia, con fecha 11 de diciembre, en compañía del Comandante Adolfo Castro y de las huestes formadas al servicio de la causa.
Siguiendo el itinerario establecido, el 15 llegó, mar, a San Francisco, de donde fue sorprendido con la noticia del descalabro habido en Portoviejo, mediante una nota dirigida por el General Alfaro. Alfaro llegó a orillas del río Esmeraldas, a mediados del mes de Enero de 1885, donde, poco después, tomó contacto con el resto de la expedición comandada por el Coronel Luis Vargas Torres, que, después de un viaje penoso, regresaba a su provincia, defraudado en sus propósitos.. Vargas Torres, dominado, aunque no vencido, se retiró a Lima. El 6 de marzo de 1886, Eloy Alfaro, después de permanecer más de un año en Centroamérica, desembarcó en el puerto del callao, donde, a la sazón, lo esperaba un núcleo de Patriotas: Lorenzo Rufo Peña, César Borja, Vargas Torres, Felicísimo López, Martínez Aguirre, Francisco H Moncayo, Jacinto Nevárez, Roberto Andrade, estaban allí, en primera línea. El anhelo de refutar algunos conceptos emitidos por el General Reynaldo Flores, en su carácter de jefe de Operaciones de las Fuerzas del Litoral, constantes de su en su folleto titulado: “La Campaña de la Costa”, llevó a Vargas Torres a redactar el suyo, con el nombre de “La Revolución de 1884”, cuyos originales puso en manos del impresor Prince, en la Ciudad de Lima. Salazar, viejo mercader de conciencias, tuvo conocimiento, en breve, de las actividades del patriota, y acto continuo, entró en entendimientos con Prince, quién acción pagada en oro se comprometió a demorar la publicación del folleto en referencia, hasta que pasara la oportunidad del mismo.. Con todo, la obra apareció, al fin, no impresa por Prince, desde luego, sino por la imprenta Bolognesi, situada, entonces, en la calle Huancavilca, No. 138. Su extensión era de 75 páginas.
En él pensó el caudillo para confiarle la campaña que se habría realizado por tierra, mientras que el General, héroe del “Alhajuela”, amagaría las costas a corto plazo. Vargas Torres cumplió su cometido: salió de Lima, llegó a Paita y se aprestó a realizar la primera parte de la acción. Por desgracia, la personalidad del Plenipotenciario Salazar se interpuso otra vez en su camino. Y el joven expedicionario fue apresado en Piura cuando concurría a una representación teatral. Con todo, dada la falta de pruebas, fue liberado, en breve, con el compromiso de presentarse diariamente, ante el Subprefecto del Distrito. En el cantón de Catacocha, a los 28 días del mes de noviembre. En territorio ecuatoriano, al mando de una reducida falange de Patriotas, abrió operaciones sobre Celica, donde, a la sazón, se hallaba el Coronel Vega, investido del cargo de jefe de operaciones, al frente de las huestes oficiales. En posesión de informaciones favorables, que hacían saber la situación de Loja, desguarnecida, casi, por la concentración de fuerzas en Celica, Vargas Torres rectificó la marcha y amagó los alrededores de aquella ciudad, al anochecer del 1 de diciembre de 1886. Ocupada Loja por las Fuerzas de Vargas Torres, alojado éste en casa del doctor Manuel José Aguirre Carrión, después de designar al doctor Abelardo B. Aguirre, hijo de aquel, para el desempeño de las funciones de Jefe Civil y Militar de la Plaza, el héroe esmeraldeño dirigió a los hijos de la ciudad el manifiesto. “Para escarnio de la amistad y el patriotismo comentaba, días después, el coronel Vargas Torres aparece José Martínez Pallares como principal aprehensor de sus amigos y copartidarios de ayer”. Y Vargas Torres, con los restantes, quedó en la cárcel pública, en espera de la horade su traslado a Cuenca. El 4 de enero de 1887, en Cuenca, capital de la provincia del Azuay , se instaló el Consejo de Guerra. Gracias a las gestiones realizadas por hombres de la talla de los doctores Luis Cordero, José R. Arizaga y otros, Vargas Torres suscribió la solicitud de indulto, está no pudo ser considerada, por haberse tramitado demasiado tarde.
Era el 18 de Marzo. Acto continuo, el militar dio lectura a la sentencia. Vargas Torres la escuchó imperturbable. La pluma corre rápida: Vacía su alma el escritor en esa confesión Suprema. Y dice “Al Borde de mi Tumba”.
En el instante preciso bajó los brazos dijo un diario de aquel tiempo. La primera descarga le había herido en el vientre. Tuvo fuerza para señalar el corazón. Su cadáver fue arrastrado, como el de un perro, por no haber querido confesarse, y arrojado a una cloaca, en las afueras, como lo fue el de la insigne poetisa Dolores Veintimilla de Galindo. Es un Coronel casi muchacho, de mirar sereno y de nobles sentimientos, que se llama Luis Vargas Torres. Avanza, con paso firme, y oye, sin turbarse, la lectura de la sentencia que lo condena a la cárcel definitiva de la muerte. No hay señal de sombras en sus ojos. No hay señal del miedo en su corazón. Reposado y severo, domina la masa humana, congregada al pie del cadalso, eleva los ojos a lo alto, pronuncia algunas palabras y se apresta a morir. El verdugo quiere degradar al Coronel, mandándolo al ponerse de rodillas. Pero el Coronel permanece de pie, como una estatua al valor.
Acaso se trata de vendarle los ojos y ponerlo de espalda. Pero no, Vargas Torres no es traidor, sino mártir. Al fin se aparta el verdugo. Baten más lúgubres los parches y gimen más tristes las cornetas. A lo lejos, hay clamores de campanas. Y suena la descarga, seca, matemática, sorda, mientras rueda Vargas Torres, entre un alarido escalofriante, que, sin quererlo, ha dejado escapar el espanto horrorizado de las multitudes. Todo está concluido? No. Todavía hay que negarle al fusilado hasta la misericordia de un pedazo en la mansión de los que duermen.
Por allí, en una quebrada tétrica, es enterrado el Coronel, mientras corre en las conciencias de sus verdugos las últimas palabras que escribió en su testamento:
“Quiera Dios que el calor de mi sangre que se derramará en el patíbulo, enardezca el corazón de los buenos ciudadanos y salven a nuestro pueblo.
y así fue:
Ocho años después se produjo el 5 de junio de 1895”.
Las Logias Masónicas, a una de las cuales pertenecía Vargas Torres, celebraron un fúnebre homenaje, en la noche del 30 de septiembre de 1887, con asistencia de un público selecto. El acto se realizó en el local de la Logia “Orden y Libertad”, a la cual se había incorporado nuestro héroe, durante su permanencia en Lima.
(G4).
Alfaro en 1882 en Esmeraldas.
Organicé dos divisiones: una al mando del Coronel Franco y otra al mando del Coronel Vargas Torres, y un regimiento de caballería compuesto de dos escuadrones dirigidos por el Coronel F. H. Moncayo. Entre los que pagaron con la vida de sus crímenes, estaba el famoso Comandante Francisco Sánchez, el mismo sujeto que jugó un papel tan tenebroso en el tiranicidio de García Moreno. Estaba al servicio de veintimilla cuando fue sorprendido y tomado prisionero en la Tola por el joven Luis Vargas Torres, al desembocar allí, de tránsito y en marcha para ir a batir la guarnición dictatorial que entonces existía en Esmeraldas. Dispuse que el Colombia, que era uno de los Batallones mejor disciplinados que había en el ejército, y que mandaba el valiente Coronel Fidel García, marchara al Cerro del Carmen, ese cuerpo pertenecía a la 2a. División y su Comandante General, Coronel Vargas Torres me instó sobre manera para que lo dejara para el ataque por la pampa de Mapasingue; pero cuando se penetró de la importancia eventual, de su comisión, obedeció, aunque de muy mala gana. Nombré Jefe de Estado Mayor al Coronel Luis Vargas Torres. El combate inició poco antes de las 11 de la mañana y duró dos horas. Los combatientes del Pichincha se portaron a cual mejor, y si hago mención especial de Marín, y Sepúlveda, de Vargas y Castellá, es por la circunstancia de que fueron constantemente el blanco de la riflería enemiga, fuego que soportaron con serenidad y entusiasmo. Gracias al número reducido de los tripulantes del Pichincha, solamente tuvimos al bravo Trejos ligeramente herido. Dejé allí armamento con el Coronel Vargas Torres para que organizara la base de una División.
(E1).
En 1895, en el periódico “El Atalaya” Asuntos importantes. Se encuentra en la Gobernación telegramas que comprometen a los que ordenaron el fusilamiento de Vargas Torres.
(H1).
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El mismo sentido heroico y patriótico tiene el último poema “Túmulo de Vargas Torres”, que es de una patética y hermosa evocación del héroe esmeraldeño llevado al patíbulo y luego arrojado a una quebrada pestilente, por la barberie ultra montaña que entonces gobernara nuestro país.
Dame la lanza de letales filos,
un ciprés de ramaje sollozante,
una rosa enlutada, un hielo airado,
como su muerte.
AUTOR: Alejandro Carrión Aguirre.
Aquel fusilamiento de Luis Vargas Torres fue una necesidad de Caamaño. Porque vencida la revolución liberal en sí postrera jornada, aquel combate de Loja, que tan poco les costó a los Coroneles Martínez Pallares y Antonio Vega, el castigo sangriento no era necesidad de la moral ni de la política sino un acto de venganza con que se rellenaba la copa del odio del bando vencido, que se retiraba a esperar su turno. A pie, por abruptas montañas, llevó a cuenca el entonces Mayor D. Mariano Vidal una larga cuerda de prisioneros, hambrientos y maltratados, a quienes empujaba atados codo a codo y a cortas jornadas un batallón de línea; y la entrada en la ciudad la recordamos al cabo de 30 años, fue ruin mascarada: los prisioneros tenían los brazos atados, una carlanca al pie, más de aparato escénico que por medida de seguridad o castigo, y Vargas Torres, Cavero, Palacio, Boloña y alguien más, iban a lomo de flacas mulas, con grilletes de hierro que les sujetaban odiosamente…
Ellos al medio; las tropas en hileras de honor, como en procesión de semana santa, y los jefes y los encontradores, a la cola, en lucida cabalgata. La música militar ensordecía el espacio, flotaban al aire pabellones y banderines; las calles de tránsito se hallaban endoseladas por el patriotismo de las familias terroristas, y un numeroso pueblo apiñado en donde podía, contemplaba el espectáculo con estupefacto silencio. Vargas Torres fue bien tratado. Lo mejor que se pudo dadas sus circunstancias, los escasos recursos de la ciudad y la estrechez de la prisión, en la cual no estuvo por un momento incomunicado.
Dicen que no creyó que le matarían, y que tal creencia se mantuvo hasta el momento mismo de la ejecución, explicándose, así, la serenidad admirable de sus últimos instantes. Difícil es suponerlo. Bien al contrario, el escrito de su noche postrera, que todos han leído, manifiesta que no le quedaba ya esperanza; y casi desde su ingreso al cuartel no hablaba sino de que Caamaño le haría fusilar.
Entonces, ¿por qué se resistió a fugarse, pues es evidente que las oportunidades se le facilitaron desde el principio y aún una vez estuvo en la calle?.
Era un día Domingo 20 de Marzo de 1887, y llovía cernido desde la madrugada muchas familias salían de las iglesias, y tomaban a paso largo la vuelta de la casa… Entre tanto, iba formándose un apretado gentío en la plaza mayor, en cuyo frente norte se levantaba una montaña de tierra, extraída de la construcción de la cripta de la nueva catedral: todo eso era un hervidero de curiosos, que habían tomado puesto desde la seis. Al frente Sur, entre la pila y el cuartel y la casa consistorial, permanecían en compañías cerradas los Batallones No. 3, y Azuay y un escuadrón de caballería, desmontado. Las bandas tocaban aires alegres. Todavía me parece que le veo, delgado, moreno, pálido, vestido de negro, salir del cuartel, avanzar con ligero paso fuera del portal.
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y con el sombrero en la mano, despedirse con un amplio gesto de la multitud de prisioneros condenados al suplicio de verle morir desde la ancha galería..
No lo vieron felizmente, porque el lugar fatal, elegido de apuro en el instante de proceder a la ejecución vino a quedar bajo un arco de la portalada contigua. Hubo un silencio profundo. Se formó el cuadro y avanzó el pelotón que había de disparar… Tratábase de hacerlo desde el frente del cuartel sobre la plaza, sin considerar que cualquier bala perdida habría de dar en el apiñado gentío que se hallaba al otro extremo. Un alarido de aquella multitud advirtió el error, y entonces el preso fue llevado bajo el arco que hemos dicho.
¿ Se trató de vendarle? Me parece que no; no lo recuerdo bien. D. Luis con un movimiento nervioso se plantó delante de una angosta y profunda acequia que corría al margen, levantóse el sombrero sobre la frente; se cruzó de brazos, y esperó. ¡Qué instantes más horribles! Un sólo grito de mando, una sola descarga a ocho pasos; y el desventurado Coronel dio un salto y cayó boca abajo sobre la acequia, haciendo puente… Avanzó un sargento, y le descargó el balazo de gracia… Un grito tremendo, de espanto, de horror, salió de la garganta de la multitud espectadora; más, ¿a qué había ido? ¿Esperaba otra cosa?,, El humo se disipaba ligeramente en graciosas nubecillas; y las bandas militares cubrieron el clamor circundante con el son de sus alegres fanfarrias… Y algunas campanas llamaban a misa, en las lejanas torres, y el día estaba nublado. Llovía cernido, y las buenas gentes se amparaban en sus casas, en tanto que volvían a los cuarteles las tropas de la guarnición… Allá, en Quito, aún se prolongaba en la casa del Sr. Presidente el baile de su feliz onomástico, entre cansados acordes del piano y lazos de cinta y flores caídas en las alfombras, con toda la lasitud de un amanecer de orgía elegante. Quedó solitaria la plaza, y el cadáver, tendido en donde cayera….. Hay que anotar esta ignominia del antiguo régimen penal. Los cadáveres de los ajusticiados debían permanecer en espectáculo tendidos como cayeron en el lugar de la ejecución. Pára Vargas Torres no se levantó del patíbulo ni se pretendió infamarle con la vestimenta de los condenados en tránsito al cadalso: le mataron como a un soldado, y le abandonaron como a un perro… Ahí estaba tendido, con la cara al suelo, sirviendo de puente a la angosta acequia: el agua corría murmurando en el cauce, alegre y límpida, y con ella iba a mezclarse en chorro sutil la sangre que manaba de las heridas del mártir.. Si, abandonado hasta las cuatro de la tarde, por ministerio de la ley.. Después. Lavemos a Cuenca de la vergüenza de una leyenda que corre hace muchos años. Dicen que fue arrastrado el cadáver: no es cierto: En Cuenca no arrastran ni a vivos ni a muertos. Lo que hubo fue miedo a las autoridades y, principalmente, falta de caridad en los habitantes, acaso por la irreligiosa manera con que murió D. Luis: ¡era demasiado no haber querido confesarse en artículo de muerte, en la Cuenca de hace treinta años! Y se trataba de un jefe liberal, a quien se le presentara desde el comienzo como un impío, y al cual se empeñaban en desacreditar y aún ridiculizar los escritores conservadores, iniciando por el Dr. Luis Cordero… Cuatro indios, o cuatro soldados cogieron, pues, el cadáver, de orden del Comisario de Policía D. Mariano Abad Estrella; lo ataron a dos palos, fajándoles con sogas, y cargaron con él… Indudablemente el acto fue salvaje, y se produjo el horror de un cadáver que iba bamboleando en su improvisada e insuficiente angarilla, y vertiendo un chorro de sangre, que formaba una faja por donde iba el cortejo, la calle principal.
Los balcones estaban cerrados, pero no juraría que aquí y allá, a lo largo de la vía, la malsana curiosidad no empujase a hombres y mujeres para presenciar aquel traslado y fijarse en el rostro contorsionado, lleno de lodo y sangre, de la víctima infeliz.