Sáenz Aispuro Manuela.

Hija natural del español Simón Sáenz de Vergara y de Joaquina Aispuro.

Era generalmente en la noche – afirma Boussingault – cuando Manuelita visitaba al general. Llegó allí una vez que no era esperada. Hete aquí encontró en el lecho de Bolívar un magnífico arete de diamantes. Hubo entonces una escena indescriptible: Manuelita, furiosa, quería absolutamente arrancarle los ojos al libertador. Era entonces una vigorosa mujer; apresaba tan bien a su infiel, que el pobre gran hombre se vio obligado a pedir socorro. Dos edecanes lograron con mucho trabajo librarlo de la tigresa, mientras Bolívar no cesaba de decirle: Manuela, tu te pierdes “Las uñas – muy bonitas uñas – habían hecho tales arañazos en la cara del infortunado, que durante varios días no dejó el cuarto a causa de un resfriado, como se decía en el Estado Mayor. Pero durante esos mismos días recibió los cuidados más solícitos, más tiernos de su querida gata”.

Manuela se convirtió, al correr de pocos días, en un centro de atraccion de la sociedad bogotana. “Estaba siempre visible. En la mañana llevaba una bata, a la que no faltaban atractivos. Sus brazos estaban desnudos; ella no se preocupaba por disimularlos; bordaba mostrando los dedos más lindos del mundo; hablaba poco; fumaba con gracia. Daba y acogía noticias. Durante el día salía vestida de oficial. En la noche se metamofoseaba. Se ponía ciertamente colorete. Sus cabellos estaban artísticamente peinados; tenía mucha animación; era alegre, sirviéndose algunas veces de expresiones pasablemente arriesgadas. Su complacencia, su generosidad, eran ilimitadas.

Adoraba a los animales; poseía un osito que tenía el privilegio de circular por toda la casa. A la fea bestia le agradaba jugar con los visitantes. Si la acariciaban, les arañaba terriblemente las manos o les agarraba las piernas; era difícil librarse de ella.

Una excelente manera de despachar rápidamente las visitas importunas, como la de Boussingault, que se ruborizaba con escenas sencillas como esta: “Una noche fui a su casa a recoger una carta de recomendación que me había prometido. Esta carta estaba dirigida a su hermano el general Sáenz, residente en el Ecuador, a donde yo iba. Manuelita acababa de comer y me recibió en una salita. En nuestra conversación ponderó la habilidad de sus compatriotas quiteñas para el bordado. Sin más ceremonias y como lo más natural del mundo, tomó la camisa que llevaba por la parte de abajo y la levantó, a fin de que yo pudiese examinar el trabajo verdaderamente notable de sus amigas. Fui obligado a ver algo más que el traje bordado. Mire, don Juan, como está hecho esto, me dijo. Pero hecho a torno, respondí, haciendo alusión a sus piernas. La situación se volvía molesta para mi pudos cuando fue salvado del peligro por la entrada de Wills”.

¡Cuanto se habrá reído la quiteña del francesito pudibundo! Y pensar que en esos tiempos las camisas rozaban con el suelo.