PEÑA Y MONTENEGRO ALONSO

XI OBISPO DE QUITO.- Nació el 29 de Abril de 1596 en la villa de Padrón, en la desembocadura del rio Ulla, Galicia, España y le bautizaron ese mismo día en la iglesia de la ex colegiata de Santa María de Iria Flavia de la misma población. En la calle de los Dolores todavía se conserva la casa reedificada y ampliada por éste Obispo de Quito. 

Hijo legítimo de Domingo de la Peña y Veiga, natural de la pequeña villa de Santa Maria de Bretoña cerca de Mondoñedo donde todos eran labradores y luego vecino de Padrón, dedicado a actos de comercio pues cargaba navíos con mercaderías de Sevilla y viceversa, enviando lienzo y vinos y trayendo aceitunas y otros frutos de aquella tierra. Fue Familiar del Santo Oficio de la Inquisición, Síndico del convento de San Antonio de Herbón y fabriquero de la iglesia Colegial de Padrón, y de María Fabeiro de Rivas, nacida en Padrón. 

En 1611 ingresó a la Universidad de Santiago de Compostela, el 14 se graduó de Bachiller en Artes y Filosofía, el 17 obtuvo la licenciatura y el 11 de Junio de 1623 recibió la investidura de Doctor en Teología. 

El 32, vacante la canongía Magistral de la Catedral de Mondoñedo, tomó parte en la oposición y venció ampliamente a sus contrarios, pero prefirió la beca de Teología en el Colegio viejo de San Bartolomé que traía aparejada la canongía lectoral de la Iglesia de Santiago de Compostela y la enseñanza de Sagrada Escritura en la Universidad de esa misma ciudad. 

En la Colegiatura de Iria Flavia en Padrón sus antepasados habían instalado una capilla dedicada a la virgen del Carmen, de manera que estando de Obispo en Quito en 1679 destinó varias sumas de dinero para la reconstrucción y en su interior mandó a levantar su sepulcro con estatua orante. 

En 1634 le eligieron rector del claustro en Santiago de Compostela y al terminar su período el 45, viajó a Granada por encargos administrativos del Cabildo de Santiago, donde permaneció hasta el 50 que regresó a Santiago y fue por segunda vez electo rector de esa Universidad. 

El 52 el Rey Felipe IV le designó Obispo de Quito para reemplazar a monseñor Agustín de Ugarte y Saravia, amigo personal de la Peña, que había fallecido. González Suárez refiere que casi tenía sesenta años de edad pero gozaba de buena salud, su constitución física era delgada pero vigorosa y poseía vastos conocimientos. 

Vino a América por la ruta de Cartagena de Indias donde residió algunas semanas, fue consagrado en la Catedral de Bogotá por el Arzobispo fray Cristóbal de Torres. Entró en Quito en 1654 y tomó posesión del obispado. Traía una copiosa librería y dieciocho sirvientes entre familiares clérigos y criados seglares, cada uno con dos espadas, dagas y arcabuz. Tenía un carácter asaz complicado, acostumbrado a recibir como Rector y catedrático el respetuoso trato de sus colegas y alumnos universitarios, se resintió con los Oidores de la Audiencia y entró en conflicto con ellos, porque se creían iguales a él cuando en realidad solo eran unos “doctorcillos y/o licenciadillos”, nada más. 

González Suárez dice que poseía vastos conocimientos teológicos, erudición en ciencias eclesiásticas y un ingenio natural claro, fácil y nada común. Predicaba con gracia y sus pláticas, tan instructivas como sencillas, eran escuchadas con agrado por el pueblo. De suyo bondadoso y sencillo, le faltaba sin embargo esa sagacidad y conocimiento práctico de los hombres, que son para el acierto cualidades indispensables en los que gobiernan. Los que le acompañaban tenían muy bien conocido su carácter y lo gobernaban a su antojo, con solo darle a entender que el Obispo era “muy señor de si mismo.” 

Por otra parte tenía un corazón muy bien puesto y era manso y suave de carácter, pero al mismo tiempo candoroso y hasta sencillo, con la simplicidad de un niño. 

De inmediato dio principio a las obras de ampliación y mejoramiento de la Catedral, que pudo ver terminadas durante su gobierno eclesiástico. 

Cuando a inicios de Noviembre del 55 arribó a Quito el nuevo Presidente de la Audiencia Licenciado Pedro Vásquez de Velasco (sucesor de Martín de Arriola) se produjo el ridículo incidente de quien debía visitar primero, si el Presidente o el Obispo, asunto nimio y sin importancia que fue consultado a la Corona como si tuviera alguna trascendencia, pero el Rey Felipe IV resolvió sagazmente diciendo que el que había llegado primero estaba obligado a visitar al que llegaba después, lo cual era lógico y natural. El Jueves Santo de 1656 celebróse en la Catedral una misa solemne y al ofrecerle el Presidente su brazo, para que el Obispo se apoye al bajar del monumento, éste lo rechazó descomedidamente. Luego, durante la misa de acción de gracias por el reconocimiento de Carlos II como príncipe heredero, cantando el Te Deum el Obispo bajaba del altar al coro cuando el Presidente le salió al encuentro y extendiendole ambos brazos en señal de querer abrazarlo, le dijo “Ilustrísimo Señor” pero éste se encogió de hombros, volteó la cabeza y haciendo una mueca de desprecio,le dejó desairado en público en medio de gran concurso de gentes que llenaban las naves del templo. Aparte de eso, de la Peña y Montenegro a costumbraba referirse al Presidente y a los Oidores en forma peyorativa, de manera que sus relaciones se volvieron ríspidas hasta que el Presidente – terminado su período de ocho años – se volvió a Lima, siendo reemplazado en el gobierno de Quito por el Licenciado Diego del Corro y Carrascal, quien sin embargo estuvo poco tiempo al frente de sus destinos, pues murió joven. 

El 27 de Octubre de 1660 hizo erupción el volcán Pichincha y durante casi un año no paró de vomitar cenizas y fuego. La tierra temblaba diariamente, uno de esos temblores fue tan fuerte y se sintió en medio de un gran ruido, que derribó parte de la cumbre del cerro Sincholagua que en la cordillera oriental de los Andes queda al frente del Pichincha. El lodo formado por la nieve del volcán represó las aguas del río Alangasí y cuando el dique se rompió quedaron inundados los valles de Tumbaco y Chillo, arrasados los sembríos y numerosa cantidad de ganado se perdió con el alud que destruyó cuanto encontraba a su paso. En la cordillera occidental, sobre la que se levanta el Pichincha, se incendió el picacho de Cansacoto y su lava fue lanzada sobre el valle de Lloa. Las cenizas del Pichincha se esparcieron por el sur llegando hasta regiones tan distantes como Zaruma y Loja y por el norte a Pasto y Popayán. En Quito la gente buscó refugio en las alturas del panecillo y realizaban continuas procesiones y rogativas. 

Entre tanto el Obispo de la Peña, quien desde su primera visita pastoral había notado las complejidades del ministerio de indios, comenzó a madurar la idea de escribir un Itinerario que tratara las materias más particulares referentes a ellos. La idea no era del todo nueva porque su antecesor monseñor Saravia ya había pretendido darle forma y luego algunos sacerdotes le pidieron que escriba de suerte que empezó el plan general del libro que recién terminó tres años después en 1663 y sometido al criterio del Padre Alonso Araujo, Superior de la comunidad jesuita, le agradó muchísimo. Entonces envió el manuscrito a imprimir y apareció en 1668 en Madrid, en 563 págs. bajo el título de “Itinerario para Párrocos de Indios” y que “por contener los principios generales y la plenitud de las facultades del humanismo como soporte para el más alto y decidido compromiso cristiano”, vio cinco ediciones en muy poco tiempo y está considerado un clásico de la literatura social en los tiempos coloniales. 

En lo formal el Itinerario consta de cinco libros dedicados a estudiar sucesivamente la institución canónica y obligaciones de los párrocos y doctrineros, naturaleza y costumbre de los indios, los sacramentos y formas de administración, los mandamientos de la iglesia y la ley natural que deben guardar los indios, así como los privilegios de los obispos y regulares de la América, lo mismo que los visitadores de parroquias y doctrinas. Es decir, que toda cuestión moral y legal fue resuelta en el Itinerario. 

En 1671 se supo en Quito de la presencia de numerosos corsarios en aguas del Pacífico, propiamente frente a las costas de Tumaco, hicieronse dieciséis pedreros de bronce, levas de gente en toda las provincias y se organizó un cuerpo de tropa compuesto de ochocientos hombres para guarnecer el puerto de Guayaquil, aunque por orden del Virrey del Perú trescientos pasaron a Panamá, pero llegaron tarde, cuando dicha ciudad había sido tomada por asalto y saqueada. 

En 1673 falleció en Quito el Presidente de la Audiencia, Diego del Corro Carrascal y le correspondió como Obispo asumir interinamente la presidencia, que desempeñó hasta comienzos del 78 que se posesionó el Lic. Lope Antonio de Munive, Oidor de la Audiencia de Lima, quien entró en Quito en 1678 con quien también mantuvo diferencias debido a la mala conducta del Vicario General del Obispado, el joven Domingo Laje de Sotomayor, a quien de la Peña protegía por ser su paisano, gallego igual que él, pero que hasta entonces solo había sido comerciante. 

Durante este período se suscitaron los enojosos escándalos entre las monjas del Convento de clausura de Santa Catalina de Siena y los frailes del convento de Santo Domingo, de cuya provincia dependía. El asunto tomó ribetes mayores por la intervención del Provincial padre Jerónimo Cevallos quien trató a toda costa de que las monjas eligieran superiora a la candidata de su gusto, mientras el Canónigo Doctor Manuel Morejón protegía a las contrarias. El Canónigo Laje ejercía un dominio tan completo sobre el anciano Obispo a quien trataba de pariente, que su intervención en el motín de las monjas suscitó reacciones adversas, motivó el reclamo de la Presidencia y de la Audiencia y finalmente tuvo que ir a presentarse al Virrey de Lima; pero, lejos de viajar al sur, tomó el camino hacia el norte y fue apresado en Bogotá, para ver si era verdad que conducía un tesoro de monedas de plata sin quintar, lo que no fue cierto. Finalmente terminó enviado a España, donde se le prohibió bajo pena de prisión que regrese a las Indias. 

El 80 celebró un Sínodo, del que ha quedado su manuscrito con las “Resoluciones sobre el Sínodo diocesano de Quito celebrado en la ciudad de Loja”. También se conoce de su pluma otro manuscrito intitulado “Propagación del evangelio sobre las ruinas del gentilismo.” 

El 28 de Diciembre de 1681, estando desahuciado de los médicos y en agonía a causa de una pulmonía, recibida la extremaunción, se trajo la imagen venerada en la población de Guápulo y por la tarde hubo procesión y rogativas. El nuevo Presidente de la Audiencia, Mateo de la Mata Ponce de León tomaba parte en ella y al arribar la concurrencia al amplio atrio de San Francisco, púsose de rodillas el concurso para entonar el Gloria y los presentes creyeron ver en las nubes del cielo la figura de la Virgen. Uno gritó asustado, los demás alzaron la vista y dijeron que veían algo así como a la figura de la Virgen, otros solo observaron un cúmulo de nubes y no faltaron los cortos de vista que no atinaron a ver nada. De este episodio salió la devoción de la Virgen de la Nube, muy venerada en la serranía del país. 

En 1684 el Obispo de la Peña sufrió un ataque cerebral repentino que puso en grave peligro su vida, convaleció merced a su robusta naturaleza pero perdió parte de la memoria y la lucidez de su inteligencia. Ya no pudo consagrarse al gobierno de su Diócesis y el Presidente de la Audiencia dio parte al Virrey del Perú para que tome medidas. Este envió cartas y el 27 de Enero de 1686 nombró por Gobernador del Obispado al Canónigo Fausto de la Cueva, Doctoral de Quito. La Corte designó su coadjutor en la persona del Obispo de Huamanga Sancho de Andrade y Figueroa pero los trámites se dilataron. 

Su muerte ocurrió en Quito el 12 de Mayo de 1687, a la edad de noventa y un años de edad, a causa de perlesía, es decir, una parálisis nerviosa. 

Está considerado un intelectual de alta valía pero no fue humilde con sus iguales a los que atormentaba con su conducta despectiva llegando inclusive a mantener el ceremonial romano que incluía el dosel o cubierta con forma de tejado en las funciones religiosas, pero nuestro Obispo quiso prolongar el uso del dosel a las ceremonias públicas como las corridas de toros, que se realizaban en descampados o en las plazas de las iglesias. Asunto que se prestó a nuevas discusiones hasta que el Rey Felipe IV fue avisado – posiblemente por los Oidores – que de la Peña tenía en su poder una Cédula falsificada ,que le autorizaba el uso del dosel y se la mandaron a pedir el 18 de Enero de 1666, pero el Obispo se salió del apuro negando tener el original y remitiéndose a una simple copia que había encontrado en el archivo de la Curia quiteña, de manera que siempre quedó la duda si fue el Obispo quien mandó a fabricar dicha Copia por simple vanidad o efectivamente la habló en sus repositoríos.