Probablemente alrededor del año 1845 debió nacer Fernando Daquilema. Su prosapia contiene la respuesta “Daquilema”, en síntesis, quiere decir señor con manco Monsalve pozo y Jaramillo Alvarado le consideran como descendiente de los Duchicelas, el primero en una cita que más adelante tendremos que reproducir. El Historiador Juan Feliz Proaño, después de calificarlo de muy joven, inteligente y valeroso, señala que hay certeza para afirmar pertenecer al tronco de gobernantes Shyripuruhaes. Su padre fue un indio Daquilema que trabajaba en la hacienda Tunguraguilla que se ha distinguido por la crueldad y rudeza para tratar a los indios en todo el tiempo. Aquella tarde del lunes 18 de diciembre de 1871, llego al valle de Cacha el odioso recaudador de los Diezmos, los tributos y demás cosas inventadas sus promesas declamatorias, entrego los diezmos a la iglesia la que, a su vez entrego a los “rematistas”, unos taimados sinvergüenza y ladrones sin excepción el pueblo de Yaruquies fue el primero en el itinerario sangriento. Muy por la mañana los rebeldes ocuparon colinas y ansotanos. Ensordecedor fue el grito y el alarido de las bocinas. Los indios requieren del ruido infernal para mantener tensos los músculos en la danza bélica. Mezclan el ardor con el ritmo que por fiero se convierte en arritmia. Daquilema, desde su sitio de comando, dispuso que sus capitanes Bruno Valdez, Nicolás Aquagallo Turunchi y Miguel Pilamunga, descendieran hacia el poblado en cuya plaza los milicianos también tocaban sus clarines. De Riobamba alcanzaron a llegar soldados para la defensa.
En efecto, el martes 19 del mismo año reunidos en el numero de más de dos mil o tres mil indígenas atacaron a mano armada de palos, con puñales y lanzas para incendiar la parroquia de Yaruquies, tanto, que rechazados por los milicianos de Riobamba, regresaron, dejando asesinados cruelmente a Carlos Montenegro y Javier de Poma. Los sublevados no pudieron resistir el estampido de los fusiles y escopetas. A Cacha se fueron para reorganizar las fuerzas después de la ingrata experiencia que acababan de sufrir. Había resuelto que el ataque se haría entonces a dos poblaciones. Sicalpa y Cajabamba, este último recuerdo y trasunto de la grandeza del pasado: Lliribamba se llamo antiguamente y fue la sede del gobierno de los Duchicelas, capital de Puruha. Varias ocasiones los terremotos le azotaron hasta que fue necesario abandonarla y fundar la cabecera Provincial en la actual hermosa Riobamba Primero era menester avanzar a Sicalpa. Morocho estaba comprometido a llevar a la caballería a Cajabamba cuando se le diera la señal respectiva. Comprometió su palabra. En las primeras horas de la tarde, las colinas de Sicalpa alzaban sus lomos materialmente tapizados de rojo. Diez mil indios estaban allí en orgia monstruosa. Llevaban pértigas en cuyos vértices ondeaban telas escarlatas, evocación de las “unanchas” primitivas como llamaban los shyris a sus banderas. Esta vez el mando fue confiado por Daquilema a Baua, Juan Maji, Lucas Pendí y Antonio Guacho. En convulsión tónica avanzo el tumulto hasta la plaza donde los milicianos esp-rebna, con denuedo y gran valor indudablemente. Su teniente David Castillo fue el primero en caer atravesado con la lanza feroz de Manuel Gualli que, en frenesí casi maniático, enseñaba a sus compañeros el cuerpo enhebrado en el hasta para adoctrinarles: “vean bien…Como entra la lanza, como si fuera en zambo tierno. Los blancos y mestizos habrían recibido órdenes de concentrarse en Cajabamba, de modo que Sicalpa cayó en poder de los sublevados. Pero no se detuvieron aquel sino que inmediatamente prosiguieron su marcha agresiva como en tiempos de leyenda, hay en las goteras de Cajabamba un encuentro dantesco entre los dos jefes: Baua, de los indios y Anastasio Alban, de los Blancos. El insio Baua, uno de aquellos que lucha poseído de venganza, le invita con el desafío a Alban, quien le acepta.
El jefe indio esta a pie y solamente porta en su diestra un enorme látigo de impresionante cabo de madera. El jefe blanco, a caballo, alista su lanza. Los dos nombres se insultan soezmente. Baua después de rodar, se prepara otra vez para saltar como felino sobre el cabello. Baua se había envuelto el pecho con un sudadero húmedo. Baua por las ancas del rocín subió y logro asir a Alban con sus potentes brazos. Intentaba ahorcarlo. El blanco se sacudía. Asustado el animal que soportaba la carga de este combate extraño, emprendió violenta carrera por entre la agreste colina. Era una estampa salvajemente bravía. Una polvareda se levanta como protesta de la tierra. Alban, en su desesperación, logro extraer una daga que escondía en su bota militar y con ella abrió inmensas heridas en el cuerpo de Baua que al fin cayó pesadamente rebotando entre los restrojos. Entre tanto, la batalla más confusa, inenarrable, estaba ya en pleno inicio. La muerte de Baua desmoralizo a los indios. Empero por el perfil de los montes apareció morocho al frente de los trescientos jinetes. Fue decisivo para unos y para otros. Los blancos emprendieron un indispensable repliegue hacia sitios mejora guarnecidos en el pueblo de Cajabamba Conde todo el vecindario, sin excepción de mujeres y niños, alistaban la defensa mas desesperaba. En los caminos, quedaban muertos y heridos. Las bajas en las huestes de los sublevados eran siempre más numerosas. La plaza del pueblo viene estrecha para contener a los indios que la han timado. Pero allí, en satánica ofuscación, resisten también los blancos. Una india ha logrado subir a la torre de la iglesia agitaba las campañas. Sube uno de los mestizos de la formidable resistencia y otra escena sin nombre se desarrolla en la cúspide, bajo el techo de bronce, sonoro y espeluznante: la india descendiente de lo alto, victimada y el triunfador agita su espada invocando a los Santos. La caballería de Morocho no puede actuar. No hay posibilidad ni remota de avanzar a la plaza porque sus cuatro esquinas están materialmente emparedadas con la muchedumbre en borrasca. Todo cuanto hace este general, es inútil, no puede abrirse paso y queda su regimiento prácticamente inutilizado. Como había sido aquello; miles de indígenas trenzados en pelea desordenada. Y a los quinientos blancos y mestizos en superación monstruosa ayudando a los soldados y a los milicianos. Morocho indignado, casi sin saber qué partido tomar, da una orden fatal: que desmonten los soldados para penetrar a pie hacia el saturado recinto en el que ya nadie podía disponer de centímetros para manejar las piedras y los maderos. Basto que uno solo de los indios, en histeria de guerra aupada por las supersticiones, dijera que acaba de contemplar en las nubes a los escuadrones de los Santos. Daquilema permaneció en lo alto de la colina materialmente detenido por los suyos que le impidieron que descendiera. Habría sido imprudencia que el monarca expusiese su vida en trances semejantes. Pero salió al encuentro de los derrotados para increparles rudamente por su cobardía. Toda la ira desataba en las palabras y no los gestos para detener el alud impulsivo, fue inútil. La compulsión de la masa era una hipérbole de terror. Al conocerse días después, sobre la “visión” de los indios, por informaciones dadas por ellos mismos en las diligencias procesales, el asunto se resolvió porque había sido San Sebastián, patrono del pueblo de Cajabamba.
“un hombre muy hermoso” comandaba, jinete en caballo blanquísimo, los escuadrones inmensos que descendían del cielo. Santiago, el de la españolita e hispanidad a quien no le dejan reposar en su tumba de Compostela, no fue necesario en esta vez. Cajabamba organizo procesiones suntuosas y actos piadosos en homenaje de gratitud a San Sebastián. En Cacha tenebrosa y densa, los hombres forjaban una nueva reacción. Se sentían compelidos por la fuerza recial. Debían morir en su demanda. Y así fue como Daquilema anuncio que después de un día de reorganizaciones, se lanzarían contra el pueblo de Punín. Sitio a los Alcaldes de las comunidades vecinas a este pueblo y les conmino e instruyo lo que debían preparar para el asalto. Volvió a reunir a los más bravos de los capitanes y les explico la violencia del movimiento que debían desencadenar para no dar ocasión a la resistencia. Entre tanto el gobierno, bien informado por el gobernador del Chimborazo, daba pasos acertados para la defensa. Se tuvo la prudencia de no avanzar a Cacha, a sabiendo de que allí estaban concentrados. A pesar de que la resolución final para el ataque señalaba la madrugada del día 21, dos asaltos sorpresivos se realizaron previamente el día anterior. Un impaciente familiar de Fernando, Pacifico Daquilema, los comando. Pacifico Daquilema marcho hacia la altura de Lactasi, dominante de Punín. Allí encontró al párroco que había salido a ver si con su intervención se lograba de los indígenas depusieran la actitud retadora “En las alturas de Punín en el pueblo denominado Lactasi, donde dejaron como muerto al venerable párroco doctor Nicanor Corral y asesinados y despedazados los cadáveres de Eustacio Samaniego, Joaquín Cabrera, Pamon Izurieta, Antonio Jiménez, Rafael Freira y Andrés Arias”. En Cachabamba tropezó le hueste que regresaba de Punín con su regimiento de Caballería, el “de lanceros” que viajaba a Cajabamba. Entraron en combate ambas fuerzas con una decisión suicida. La caballería desempeño un papel formidable. A pesar de los indios resistieron con energía y produjeron bajas, aunque solamente de heridos. En cambio de ellos sumaban ya varios muertos, lo que al final le obligo al repliegue en forma escurridiza.
Los gubernamentales no lograron tomar ni un solo prisionero porque hasta los heridos graves les llevaron sobre hombres. A Cacha se encaminaron para dar aviso de los sucesos. Los militares enviados a Chimborazo se repartieron en lugares estimados como puntos clave para la defensa. Y a pesar de las guardias y los destacamentos, el enorme ejército de Daquilema marcho decididamente sobre Punín. En la acción de Punín sobresale la dramática voluntad de una mujer india: Manuela León que se convierte en la capitana del combate. Manuela león fue una mujer hermosa, según los relatos. Alguno la califica de “muy bella”. Natural de un humilde caserío llamado Poñenquil, revelaba su oriundez querrá en su cuerpo de líneas inquietantes para la danza y la contorsión, así como para la elástica y resbaladiza violencia del desafío feroz. Viernes 22 de diciembre de 1871. Miles de indios golpeaban el tambor de la comarca y desplazaba al aire con el zumbar de las caracolas. Pacíficos Daquilema marcho con sus batallones por otro lugar va que era indispensable buscar diferentes accesos al bastión de Punín. Manuela, con los que estaba a sus órdenes, se iba a aventurar en el fantástico descenso y ascenso de las laderas abruptas, labios indóciles de la imponente boca del suelo. Los milicianos le saludaron con una descarga para amonestarle con las silabas de los proyectiles. Manuela León le respondió agitando la enorme púa en la que ato el rojo trapío de su insignia como coagulo de sangre. Cuatro milicianos entre tanto, han sido despanzurrados por los demás indios y sus cuerpos colgados de las ramas de los arboles de capulí. Por el otro extremo llega pacifico Daquilema que avanza triunfante también. Viene incendiando las cosas. Punín ha caído. Manuela León no admitió capitulaciones de ninguna clase. Quería así su pueblo: en cenizas. Como el indio Iliachi, tambaleante, intento poner fuego a la iglesia desde lo alto de la torre de donde cayó al peso de su borrachera, otro de los observo al suceso, comenzó a tener recelo profundo. Era el eco del Tabú. Francisco Guzñay, el más autorizado de los capitanes, propuso abandonar el pueblo una vez que se aproximaba la noche.
Y se sabía que Riobamba y Ambato avanzaban gruesos contingentes de tropas gubernamentales. Manuela León que escuchara el propósito de la evasión hacia las montañas próximas, irrumpió soberbia y arrogante para techarlos de pusilánimes y fotos. Dijo entre lasciva y acrobática: si no sois hombres porque tenéis las armas en vuestras manos. Al mismo tiempo que repetía el insulto y la tacha de tímidos y huidizos, les arrojo los ojos del teniente Vallejo extraídos del presidio quemante de sus senos. La muchedumbre cayó en silencio rotundo. Pero los pies ensayaron pesos disimulados y cortos para la fuga. “Nueve milicianos que defendían el orden público, sosteniendo a las autoridades y aun anciano indígena han sido víctimas del furor de los indios y el incendio, robo y destrucción de las puertas y ventanas de los edificios, fueron los trofeos de los barbaros amotinados”. Un segundo intento de acometer a Punín por parte de los indios que permanecían amenazantes en las alturas, no paso de una alarma. La siguiente orden militar podrá dar una idea de las situación “marchen por las alturas de San Francisco con dirección a Nauteg, debiendo impartirse las ordenes concernientes a la parroquia de Sicalpa para que la Guardia nacional ocupe Balbaneda hasta Copote y que la de Cajabamba ocupe las alturas de Querra por Mihsquilli hasta tocar Chuyug, persiguiendo a los revoltosos hasta tocar con Cachabamba protegieron a parte de la tropa que se me asegura está al mando del Comandante Félix Orejuela”. La orden está firmada, en Punín, por el Coronel Ignacio Paredes. Hasta el 25, seis días después de la coronación en Cacha, Daquilema mantuvo en jaque a las fuerzas y en sobresalto al país entero. En Chimborazo, estaban varios batallones Daquilema medito largamente sobre la suerte de los suyos.
El no pidió nada, pero ordeno que sus capitanes solicitaran el indulto al Gobierno para que se lograra, acaso, que las persecuciones y castigos no se extremas.
El 25 informa el jefe militar desde Punín “He mandado publicar en esta parroquia y hecho trascendental a Licto y Pungala el indulto que han solicitado los cabecillas de Cacha y Amula”. El 27 salió la tropa a buscar a los indios. Ofrecieron resistencia todavía. Veinticinco fueron capturados, entre hombres y mujeres. Ningún personaje de la fuerza de Daquilema estaba prisionero todavía hasta entonces. Fernando Daquilema se concentro en Cacha, fue a su hogar donde su esposa lloraba incesantemente. En la serie de juicios y fallos que prosiguieron la rendimiento de los indios y, cosa sorprendente e inexplicable, al “indulto” ofrecido por el gobierno, hay una acta en la que se condena a muerte a Julián Manzano y Manuel León en la que se informa que el 8 de enero de 1872 fueron fusilados “en presencia de más de doscientos indios que con la custodia necesaria, fueron trasladados a la plazuela de San Francisco para que asistan a este acto”. La nota firmada por el Gobernador Rafael Larrea y Checa, señala que la sentencia dio el Consejo de Guerra. El héroe impersonal que extraña a Daquilema, porque es conciencia de grupo singularmente, se mantuvo en desesperante soledad. Mando a sus capitanes que se desbanderan sencillamente, que le dejaran por su propia voluntad.
No anhela que los suyos sufriesen porque él se bastaba para ello, por la representación de todos los Ayllus. Reclama el indulto a favor de la gente de su familia quichua. Daquilema pudo haber huido de Cacha y desaparecer como lo hizo Julián Quito cuya sombra presentimos continua en el viaje de los duendes, pero habría sido infiel a su auntenticidady a su lealtad. Daquilema entro a su Choza. Se despidió de su mujer anunciándole que ya no regresaría más. Le amonesto para que se revisteria de fortaleza y vigilia a sus hijos a fin de que conviertan en hombres leales y auténticos. Ascendió a la colina más alta para explotar por donde andaban los gusanos. Los miro largamente y les dijo con rotundidad, utilizando sus manos como caracola para avisar lo sonoro “Aquí estoy..” Anduvo con arrogancia frente a la patrulla.
A pocos metros se detuvieron los unos. Daquilema insistió despectivamente: Aquí estoy…Quien eres tú? Cómo te llamas?, le pregunto uno de los soldados en castellano. Un silencio de tumba fue la respuesta. Entonces, otro de los soldados que conocía le lengua nativa inquirió.
Ima Shuti Canqui?..
Fernando Daquilema, dijo con aplomo que produjo desconcierto. Respuesta de sorpresa, la patrulla insolente y Zazuela, que no podía entender el gesto magnifico del Rey de Cacha al entregarse, procedió a atarle las manos con ignominia, puestos de los brazos hacia atrás, utilizando un paramento de cuerdas y cadenas, instrumentos propios del sayon. Daquilema, sin un gesto, sin una sola palabra, enmudeció noblemente. Le encerraron en la Cárcel. De allí le trasladarana la cárcel de Riobamba para comenzar los sumarios. Doscientos indiginas, entre los que estaban algunos de los que se distinguieron en los alzamientos y combates, habían sido capturados y en las mazmorras se apiñaban en condiciones de escandaloso bajo nivel higiénico. Apenas el 23 de marzo inician el Sumario contra Fernando Daquilema y Juan Maji. Alfredo Costales Samaniego, apunta “cumpliendo con los requisitos legales el señor Juez Fiscal don Darío Montenegro en Compañía del secretario paso a la Cárcel publica de esta plaza donde se encontraban los reos, a quienes les hizo saber que por orden del Coronel Félix Orejuela, comandante Militar de la Provincia, estaban sindicados “de delitos de motín, asesinatos robos e incendios”, y les pedía de inmediato nombren sus defensores militares y letrados. “Nuevamente conducidos Daquilema y Maji para el Municipio, les leyeron la sentencia y como no sabían firmar, trazaron una cruz, cada cual, en el acta. Daquilema se mantuvo a lo largo del juicio y singularmente en este momento patético, con una tranquilidad que abofetea y con gran silencio de alfanje, propio de su dignidad y su justicia. Miente todos cuantos han escrito en defensa de García Moreno al afirmar que envió una orden para que no se fusilara a Daquilema. Conviene hacer notar que el país la figura de Fernando Daquilema despertó simpatías. De no haber existido el terror que producía García Moreno, quizá un movimiento de hombres cultos le habría salvado. La manda firmada por el Coronel Paredes, leyeron a Daquilema en la prisión. Que tenaces para inferir agravios los unos; que tenaz resistencia la del acusa que les azotaba en pleno rostro con su silencio anhisto. Le preguntaron que si estaba conforme con “todo ello”. Callo y tuvo que ser Eugencio Camacho en que se estaba conforme con “todo ello” ya que como Daquilema no sabía escribir, este testigo firmo en el acta diciendo que estaba muy “conforme”. Enseguida una procesión. Era para ir a la capilla donde Daquilema debía pasar la noche del siete, hasta que viniera, por fin, el ocho de abril. Al subteniente Aurelio Llerena le dieron el encargo de esta custodia interminable. Un sacerdote, padrino de la muerte le acompaño para obligarle a que repitiera las plegarias. A las seis de la mañana, la guardia toca dianas, como si tratara de un día cívico que comienza. El subteniente Llerena y el sacerdote, alistan otra procesión que en esta vez debía ser de bastante caminata: pues había que avanzar hasta Yaruquies. De Riobamba salió el cortejo vivir es agonía a los siete de la mañana. Adelantaba el pelotón que insuflaba aire a los clarines y percutía en la piel de los tambores. La gente se amontonaba en las calles y caminos para el sadomasoquismo respirara anchamente. Solo los indios y los agaves que miraban desde lejos, eran sinceros en su duelo. A las ocho llegan a la plaza de Yaruquies donde han improvisado una celda- capilla que ha de retener a Daquilema hasta las once del día, hora fijada para dar comienzo al “acto” que ni siquiera fue el ultimo. Luego viene el bando con pregoneros. En las cuatro esquinas, con fanfarria para el desfile, se pregono en alta y taladrante voz: “Por cuanto el consejo de Guerra Verbal de Oficiales Generales, con fecha 25 de marzo último, condeno a Fernando Daquilema a la pena capital como cabecilla principal en el motín que tuvo lugar en esta parroquia de Yaruquies, en el cual fue supuesto Rey y siendo también responsable del delito de asesinato en la persona de Rudecindo Rivera, y habiéndose mandado a ejecutar el fallo por el Supremo Gobierno, con fecha primero del corriente, y a virtud de lo ordenado por el señor Comandante Militar de la Provincia, ordeno y mando a su vez que se proceda a la ejecución y por ellos provengo a todos los que levantaran la voz, o de alguna manera intentaran impedir la ejecución que se va a efectuar, serán castigados como reos de sedición.
Dado en Yaruquies a 8 de abril de 1872 Ignacio paredes lazo.
Inmediatamente se dio la orden al subteniente Aurelio Llerena, comandante de la escolta y oficial de capilla, para que se saque el reo camino a la plaza. El escuadrón de caballería se alineo a los dos costados portando sus lanzas con banderines tricolores. Daquilema, todo de blanco, con silencio paso y en compañía de los sacerdotes, dejo la celda provisional que le habían preparando paso a paso hasta el patíbulo”. La plaza está repleta de gente como doscientos indios que fueron apresados, tuvieron “invitación” especialísima para que presenciaran la pena. Las colinas, enlutadas de rojo vivo, prestaban albergue a los aborígenes. Ellos no asistieron sino en actitud reverentes de hijos que acompañaban a su padre. Todos bajaron los ojos en el instante brutal, de manera que se prolongara la escena del dragón, le ataron pies y manos, enérgicamente los tambores imitaban al ritmo angustioso de los corazones. Atrincando quedo Daquilema y el oficial ordeno que se retirara la escolta. Se aproximo, y le pregunto si antes de morir quería que se le concediera alguna gracia. Dauquilema rompió su silencio majestuoso y, ásperamente, como quien escupe en el rostro, respondió:
Manapi, lo que en castellano significa Ninguna…Y sin esperar permiso de nadie, comenzó un discurso dedicado a sus amigos, parientes y compañeros indios. Cuyo cadáver se dejo a la expectación publica, hasta que sea puesto el sol, con prevención de que la escolta que le custodia, lo mande sepultar sin pompa alguna, mandando a su vez que el oficial de capilla se retire a su cartel, después de lo que se mando fijar en la parte superior del caldazo la inscripción que contenía el nombre y apellido del ejecutado y el delito por el cual ha sido condenado”. La esposa de Daquilema no puedo acercarse al despojo amado. A la distancia que le permitiera la escolta, arrodillada en la arcilla, en expresión primordial de anonadamiento, puso la frente en el suelo a fin de que los cabellos se empolvaran con la generosa tierra matriz. Daquilema a los veintiséis años sacrifico su existencia.