Cruz Gonzalez Roosevelt

En el museo Nahim Isaías se exhiben hasta fin de mes ciento dos obras correspondientes a veinte años de trabajo de Roosevelt Cruz González, pintor guayaquileño que desde que estudiaba bellas Artes disputaba las preseas a sus profesores en los certámenes profesionales. Desde entonces ha cosechado más de treinta premios, sobresaliendo.
Martínez (Ambato, 1969) otorgado por Martha traba, Oswaldo Guayasamin y Theo Constante. A varios maestros hemos oído loas a la pintura de Roosevelt Cruz, entre ellos a Alfredo Palacio y Jorge Swett, para mentar artistas de distintas ópticas. A Manuel y Paulette Rendón les encantaba “le peintre chinois”, pues veían rasgos asiáticos en su obra, que consideraban la más imaginativa de los pintores jóvenes hacia 1970.
Roosevelt gira en el mundo sin fronteras de la fantasía infantil, de las más diversas maneras como personajes marginales (vagabundos, abandonados, subempleados, moradores del tugurio, el cerro o el suburbio); como actores lúdicos (en el parque, en la feria, en el circo, en las rondas escolares); niños modelos, sujetos, soñadores, icónicos. Niños, siempre. Por esta insistencia alguna vez fue motejado de epígono criollo de Joan Miro. Además de no importar si así lo fuera, apenas encontramos una irrelevante aproximación temática con cierta fase provecta del maestro catalán, y nada más. Creemos que lo asombroso de Cruz González, aparte de su creatividad, es precisamente la ausencia de antecedentes tutelares. Desde antes de 1970 hasta 1980, dentro de laberintos y arabescos muy personales, asoman sus hojas, pétalos, ramas, caritas, ojos, pestañas y globos, que ocupan en un primer periodo la superficie entera del soporte. Luego inicia el despejo de algunos espacios, mientras da mayor faena a los fondos. En la exposición son dignos de mencionar muchos cuadros.
Hay algunos colocados como rombos (Hojas secas, y otros); Niños del suburbio, conjunto de cinco piezas independientes, de técnica mixta, que incluye collages. A partir de 1984, apreciamos algunos monocromáticos, con fondos laborales, lisos o lamidos, tratados con veladuras si mulantes de calidades y texturas sui generis (Cabeza en azul, por ejemplo). En 1987 superpone elementos, literalmente colgados (son un asiento las plumas y cuentas de semillas en ls pieza El pavo real). De 1989 tomaremos algunas telas de influjo formalista: Piedra Azul, Piedra blanca, Piedra negra. Hacia 1990, amplia el área informalista, dedicándole mayor oficio, mientras aleja del foco central la caligrafía signica habitual (elegimos Gris precolombino). Luego retoma la niñez, lugar protagónico su atril (sueño infantil 1y 2, cabeza de niño en rojo y ocre). Pega muñecos de trapo precarios flotando muy alto por sobre los rostros de los pequeños. Seguidamente añade a su ámbito pictórico una oscura silueta en los cuadros Torso #1, 2, 3 y 4. En 1991 presenta la serie El pizarrón, como resultante de jornadas escolares parcialmente gestuales, rayanas en cándidos happenings y performances. También descuellan sus dípticos de mayor tamaño, serios y de buena factura, entre los que preferimos composición (horizontal, de 3×1.5 metros). Entre los más raros y anteriores, hallamos dos cuadros a espátula libre unicolores pálidos, alusivos al paisaje urbano, de cortes compositivos caprichosos, que él llama bocetos de una línea efímera.
Creemos que Roosevelt Cruz marcha lentamente hacia la abstracción, acompañado de sus símbolos pueriles. No está contento con sus logros a la fecha, en plena madurez. Promete que se exigirá cada vez más, convencido de poder ascender a mayor altura todavía. Lo deseamos lo esperamos.

Enormemente sugestiva por todo lo que ella hay que ver e importante por las firmes líneas de apertura que abre, la última muestra de artista guayaquileño Roosevelt Cruz, en la “Exedra” quiteña.
Nunca ha sido la expresión artística de Roosevelt Cruz monótona. Ha sido más bien, tan poco monótono como unas sutiles variaciones musicales sobre un mismo tema, cosa que a oídos a poco atentos o poco educados parece, sin duda, repetición de lo mismo.
Cruz ha trabajado, por larguísimos periodos, con un cortísimo repertorio de elemento: campos de color, rostro apenas insinuados en sencillos trazos curvos, unas como pestañas o flores u hojas de varios cinco, seis, acaso uno pocos mas como lóbulos o pétalos Encaprichado en no desbordar la diminuta suma de “cosas” o recursos pictóricos el trabajo del artista fue de sutil conjugarlos y de no menos  sutil ahondar en ellos, sobre todo en lo cromático, pues los trazos tan lineales, tan elementales apenas sufrían ahondamiento.
Varias de las obras expuestas por el artista en “Exedra” remiten al espectador a esta tan antiguo y tan característica manera, y en ellas cabe admirar como siempre en artista de tan sostenidas calidades el finísimo tratamiento de los campos cromáticos.
Unas Series.- En las restantes piezas de la muestra cabe ver una suerte de “series”. Al menos tres grandes series. Una primera es la serie de grises. 
Comienza por un cuadro que es una gran mancha central, ricamente textura da en grises claros sobre fondos grises. Y de modo leve puente hacia la manera anterior, unas florecitas y rostros insinuados en negro y blanco (“Blanco y negro” se titula, precisamente la obra).
A partir de allí, las obras en grises empiezan a disolverse la solida forma central. En “Forma en el espacio en blanco y negro” –obra bellísima tal deshacimiento se produce entre extrañas luces amarillas y azules, que parecen emerger de muy adentro.
Y el juego prosigue con nuevos deshacimientos de la forma, cada vez en una clima de mayor extrañeza y de libertad ya totalmente informal.
Sin duda un Roosevelt Cruz con vibrante poder de sugestión