Un poco más allá de medir el siglo XVI, la fiesta del corpus en el Cuzco, como en todas las Indias, se celebran con toda la pompa y solemnidad y con el concurso de todas las fuerzas bicas de las ciudades y pueblos indios.
En el Cuzco la suntuosidad era extraordinaria, cierto año, en que gobernada esta ciudad el Corregidor Garcilaso de la Vega, noble castellano, todas las naciones de indios de los alrededores se dieron cita en la caudal procesión, convocadas por sus ochenta rumbosos encomenderos. Cada linaje llevaba andas primorosas con festones de seda y oro y brillante pedrería. El santo de su devoción y los blasones y árenos les identificaban. Había indios-leones; indios-cóndores; indios- con mascaras monstruosas. Un abigarrado y colorista conjunto que revivía el Fausto y las glorias imperiales. Del aparato general, los Cañares residentes en el Cuzco disonaron. Llevaban las andas solamente con cuatro pinturas de combates entre indios y españoles, lo que no poco intrigo a muchos concurrentes, antiguos descendientes de los incas y antiguos soldados del cerco del Cuzco. Frente al tablado del Santísimo, erigido en el pretil de la iglesia, donde asistían los cabildo laicos y eclesiástico con la cola de unos pocos Incas y los vecinos blancos, los grupos desfilaban ante el Sacramento, expuesto en una grande custodia de oro macizo y pedrería. Cada nación expresaba su culto al nuevo Dios blanco con canciones y aires nativos, en lengua materna. Los jefes, caciques o principales, se postraban subiendo por las escaleras. Cuando correspondió el turno a don Francisco Chilchís Cañares, noble descendiente de los mitimaes del Azuay, se desprendió de su manta y saco sus manos hasta entonces escondida, irguiendo, asida de los cabellos, una cabeza contrahecha
La pobre escolta inca reacciono. Don francisco, cortesano de Huainacapac y del servicio del Marques Francisco Pizarro de quien tomo el nombre, había militado, cuando al alzamiento del Manco capac y cerdo del Cuzco, decididamente a favor de los blancos conquistadores, aquí, un valeroso indio había retado a cualquier español a singular pelea individual. Teniendo como infamante, en tales condiciones, medirse con un indio, los españoles le rechazaron, Acucio y servicial, Don francisco Cañare solicito de don Hernando, don Pedro y don Gonzalo Pizarro, licencia para enfrentar con el altivo desafiador. Se batieron como dos fieras. Hasta que Cañare cortó la cabeza de retador. No poca y feliz fue la ventura de los españoles cercados en 1536, y no desdichada y desconcertante la de los indios sublevados. Se derrotaron con el mal agüero de que un cañare batiera a un cuzqueño en tamaña justa. Este latigazo cruzo violento por el circuito de la plaza, cuando a los muchos años casi todo olvidado el cañare, con manta ceñida al cuerpo, en postura de reñido combate, exhibida la tzantza, el rostro momificado del indio, caballero cuzqueño. Uno de los incas le increpo: “pero auca”. Otros recordaron que la injuria y baldón no tenían paralelo, ya que el suelo cañare había estado dominado por los Incas cuyo valor experimentaron los blancos. Rabiaron los cuzqueños, que rodeaban el tablado, con el humillante despojo de su tragedia.