91. La Sucesión española en 1700

El Rey Carlos II de España murió en 1700 sin haber tenido descendencia de sus dos matrimonios, primero con María Luisa de Orleans y segundo con Mariana de Necoburg, que le sobrevivió. Sus últimos años estuvo muy enfermo y presa de rudos ataques de nervios que se sucedían con largos períodos de abulia durante los cuales permanecía sentado y sin pronunciar palabras.

En la corte habíanse formado dos partidos. Unos querían que el sucesor fuera un príncipe de la familia francesa de Borbón y otros preferían que siguieran los Habsburgo de Austria. Entre los primeros estaba el Cardenal Portocarrero, quien tenía convencido al débil Carlos II de la necesidad de hacer un testamento a favor del Príncipe Felipe, Duque de Anjou, hijo segundo del Delfín de Francia.

Portocarrero era tan hábil que suponía que Carlos II podía en cualquier momento cambiar de opinión, así es que para asegurar que esto no sucediera, convenció al enfermo monarca de que estaba “Hechizado”. El Inquisidor Mayor de España, Cardenal Rocaberti, también se dejó engañar y apeló a las artes de fray Froilán Díaz, Confesor del Rey, para que lo exhorcise, ordenando a los demonios y demás espíritus malignos que salieran por donde mismo los habían metido “los partidarios de los Austrias”.

Mientras tanto, el Emperador de Alemania, sabedor de tales sinvergüencerías, ni lerdo ni perezoso mandó al Capuchino fray Martín Tenda, famoso en esas artes, para que también lo exhorcise y cuando este arribó a Madrid declaró que los únicos y verdaderos causantes de la real enfermedad eran los partidarios de los Borbones, y junto a los ramalazos que diariamente le aplicaban estos impostores al Rey, dizque para curarlo, también le hacían ingerir nauseabundas pócimas que lo enfermaron del estómago y el 20 de septiembre de 1700, a eso de las cuatro de la mañana, viendo Portocarrero que el Rey podía expirar en cualquier momento, decidió actuar con el Cardenal Borja, el Conde Duque de Benavente, don Manuel Arias y los Duques de Medina Sidonia, Sessa y del Infantado y bajo la amenaza de hacerlo caer en las penas del infierno consiguieron que el moribundo firmara su testamento a favor del Duque de Anjou.  Al firmar, dijo, con los ojos anegados en lágrimas: “Dios es quien da y quita los imperios. Ya no soy nada …”

Sin embargo, no murió enseguida pues, aunque afiebrado y sumido en letargos vivió hasta el l de noviembre de ese año y practicada su autopsia se conoció que ninguno de sus órganos era normal, pues unos estaban hinchados y otros atrofiados; por algo había pasado por la vida con fama de cretino. Casi enseguida las cancillerías europeas se movilizaron y comenzó una guerra diplomática para impedir que el nieto del todopoderoso Luis XIV ocupara el trono de España; mas, a pesar de ello, el día 18 de febrero de 1701 entró Felipe V en Madrid, a quien el pueblo apodo “El animoso”, quizá en contraste con su antecesor que era abúlico. Y como todo lo nuevo despierta curiosidad, desde los comienzos fue admirado, quizá en demasía.

El día de su ingreso en la Villa y Corte hubo “mojigangas”, arcos de triunfo, esquelas poéticas y ninfas vestidas con finas telas que llevaron al ungido a Palacio entre repetidas vivas y aplausos del populacho, que aun no sabía si el nuevo Rey sería bueno y loable. El gremio de Plateros y Martilladores le presentó una cabeza real labrada en plata que media seis metros de alto y tres de ancho y que se colocó en lo alto de un Arco triunfal. Un poeta le cantó así: // Felipe de mis entrañas, / gran rey y dichoso eres / pues, los hombres y mujeres / te adoran en las Españas. / A tu esposa María Luisa / queremos en igual modo: / Vuestro es nuestro amor y todo, / hasta el pellejo y camisa. . . //

Felipe V era alto y delgaducho, gustaba de llevar una peluca blanca empolvada con polvos de plata como entonces llamaban a los polvos de arroz y con muchos rizos a la usanza francesa. Desgarbado en sus movimientos y bastante cómodo para sentarse, estaba casado con María Luisa de Saboya, princesa igualmente joven pero débil de carácter, que pronto fue dominada por María de la Tremouille, princesa Orsini, a quien nombró su Camarera Mayor y que el pueblo bautizó como “de los Ursinos”, aplebeyándole el apellido.

La reina María Luisa residió muy poco tiempo en Madrid pues tuvo que huir ante el ejercito del Archiduque Carlos de Habsburgo, el otro pretendiente al trono. Se cuenta que la reina lloró desconsoladamente, no así su marido que se alejó muy fresco; el pueblo también recibió al Archiduque, que se hacia llamar Carlos III y cantó lo siguiente: // Viva Carlos III /, mientras dure el dinero // pues llegó gastando muchas monedas que largamente repartió entre la población; pero ese mismo año las tropas de Felipe   consiguieron dos brillantes victorias en Brihuela y en Villaviciosa y pudo regresar a Madrid, quedándose definitivamente en España.

Su Mujer la reina tuvo cuatro principitos, sobreviviendo solamente dos, los futuros reyes Luis I y Fernando VI, murió el 14de febrero de 1714, de solo veinte y seis años y de parto, aunque a ciencia cierta nunca se le descubrió la infección pues de su último parto quedó muy delicada y por tal motivo su abuelo político Luis XIV le envió de París al Dr. Helvetíus, célebre médico holandés quien diagnosticó “hidropesía a los pechos”, pero no la curó ¿Que mal habrá tenido?

El rey sufrió mucho, iniciándose su mal psíquico que años después lo llevaría a la tumba. De entonces le salió la costumbre de escuchar diariamente al famoso cantante Farinotti, divo italiano que para preservar su aflautada voz no trepidó en someterse a una delicada operación de castración que le permitió el privilegio de pronunciar hasta los más altos tonos de la escala musical, que sólo cantan las sopranos.

Pero como las razones de estado siempre se imponen, Felipe V tuvo que volver a contraer nupcias para asegurar su dinastía y en agosto de ese año casó con Isabel de Farnesio, mujer de gran talento que llegó a España dispuesta a reinar y para ello comenzó por expulsar a la terrible Princesa de los Ursinos. El suceso fue contado por una testigo: “Estaba la recién llegada en Jadraque, cerca de la capital y descansando del largo viaje, cuando fue visitada por la Princesa, que en un abuso de confianza le señaló algunos defectos del tocado, quizá queriendo caerle en gracia, pero sólo consiguió que la echaran de la real presencia y en medio de la hilaridad de las concurrentes”. Nunca regresó a la Corte y poco después salió con destino a Roma donde murió de más de ochenta años.