449. Manuel y Paulette Rendón

A fuerza que se diga que gusto recordar, yo que jamás asisto a duelos o sepelios porque me entristece la muerte y me cansan los asistentes de compromiso, voy presentando en esta columna a los hombres y mujeres que han dado lustre a mi Patria y que ya no están. Hace poco fue Henry Michaux, belga-francés que nos visitó al finalizar los años veinte y autor de “Diario de Viaje, Ecuador”, hoy le toca a Paulette Everard Kiefer, la popular “Polet”, mujer de Manuel Rendón Seminario, el sencillo y al mismo tiempo barroco y genial pintor de San Pablo, amigo de todos los cholos y blancos que lo íbamos a visitar.                               

Paulette y Manuel, Manuel y Paulette, que de ambas maneras porque la unidad era indivisible, formaban una de las más compenetradas parejas matrimoniales que he conocido en mi vida; siempre juntos, “la mano sobre la mano, los vi perderse, alejarse, en la bruma de la tarde”, como hubiera dicho el poeta que me acompañó a visitarlos, hace ya muchos años, cuando por primera vez los conocí. Recuerdo de ella una bella historia, contada con aquel talento ingenuo y poético que tanto la distinguía y hacíale hablar de todo, desde los horrores de una próxima guerra nuclear a la que temía, hasta de historias nimias y minitrágicas como la pobreza de un vecino de los contornos de San Pablo, al que ella ayudaba diariamente a sostener a los suyos, con pequeñeces ayudas salidas de su gran corazón.

Va la historia: Paulette nació pobre en una región del Norte de Francia, muy cerca de la frontera con Bélgica, donde su familia poesía una granja y vivían felices; pero vino la Gran Guerra del 14 y los ejércitos comenzaron a desfilar por los contornos, primero fueron los de la Francia inmortal, pero retrocedieron al empuje enemigo y les tocó pasar a los alemanes, con sus gestos marciales, sus altas botas de cuero, el ruido que ellas producían en las marchas y así durante muchos meses y tantos, que se transformaron en cuatro años.

Mientras esto ocurría Paulette vivía con paroxismos de terror en el sótano de la granja, donde su previsiva madre la tenía escondida para evitar una violación o cualquier otro abuso. Se trataba de una inocente niña de no más de catorce años, pero ya desarrollada. De allí el temor de Paulette a todo lo que fuera guerra, violencia, injusticia y su amor a los desprotegidos, llámense pobres, perseguidos, presos o gente sencilla del campo y el mar.                                            

Terminada la guerra Paulette fue a París como tantas otras jóvenes de su tiempo, vivió con un joven francés y porta por añadidura, propietario de una pequeña librería llamada “El Diván” fue madre soltera y abandonada, la niña llamada Olimpia se crió con sus abuelos, Paulette se ganó la vida honestamente como modelo en una Escuela de Pintura y años más tarde conoció a Manuel, que quedó prendado de su belleza escultural y de su bondadoso corazón y se casaron. Primero fueron meses apacibles en una barcaza haciendo vida de pescadores en el mar y por los ríos de Francia, luego las exposiciones de Manuel en la Galería de Leonce Rosemberg en París, finalmente un viaje medio aventurero al Guayaquil de sus suegros, que Paulette describía con tanta poesía. ¡Oh! esta ciudad era hermosa entonces, con sus casitas de madera, frondosos árboles, calles empedradas, todo se veía más limpio, más nuevo, sin prisa; la gente contestaba las preguntas, se saludaban, se conocían y eran amigos. En fin, había menos gentes, aunque de mayor calidad humana. Luego peregrinaron por las islas Galápagos. De esa etapa quedan muchos dibujos y un libro hermosísimo “Galápagos. Las Islas Encantadas” escrito por Paulette con la sinceridad de una maestra de escuela y el afecto de una madre de familia, en un estilo tan descriptivo y con una poesía tan propia, que Carlos Manuel Larrea, un día que lo visitaba en su castillito de la Doc de diciembre en Quito, sonreído, me dijo: “¿Sabe Ud. Rodolfo cuál es mi libro preferido sobre Galápagos? El de nuestra amiga Paulette y eso qué he leído casi toda la bibliografía de esas islas malditas hasta que Paulette las bendijo con su amor”.

Y es que las Galápagos arrastraban la negra fama de los crímenes que allí se habían cometido, sobre todo el de 1.934, de una Baronesa y su amante cuyos cadáveres aparecieron en una playa lejana.

Después viajaron a Cuenca y vivieron por años en una casita que construyeron con sus propias manos, donde tenían una vaca, un perro y varias gallinas. Manuel pintaba sin cesar y Paulette era feliz gozando del suave clima del Azuay, sus flores y su cielo. ¡Qué felices éramos! ¿Verdad Manolo? cuando caminábamos por esos caminitos cercanos a Cuenca, con el cielo azul, el aire puro y frío de la mañana y entre la flor de la retama, que con su amarillo suave y el vaivén del viento se movían como pequeñas gentecitas y casi nos hablaban. Y el olor ¡Oh ese olor de la retama!  Manuel asentía gustoso, saboreando el recuerdo de esos tiempos de libertad, aunque entonces se sucedían las mayores atrocidades en la vieja Europa.                    

Terminada la conflagración Manuel y Paulette regresaron a Francia, pero todo había cambiado. Ella no encontró a su gente que se había dispersado y vivían en diferentes regiones. Manuel no quiso observar las ruinas de esa gran nación ni del resto de Europa. El monasterio de Montecasino había sido demolido a punta de cañonazos y escribió una sentida poesía en francés lamentando tan bárbaro hecho; prefirieron trasladarse a Portugal y a España y recorrieron pequeñas poblaciones del Sur. En Chiclana de la frontera Manuel prosiguió sus investigaciones genealógicas comenzadas en Guayaquil y Loja sobre los descendientes del caballero Gil Vela Rendón de Aragón, origen de su progenie; fruto de estos esfuerzos son tres tomos que se guardan en el archivo del Instituto de Genealogía y Heráldica de Guayaquil y en Vilavicosa, dentro de los Algarves, compraron un departamento y alternaron con la gente de mar.

Para 1.956 regresaron al Ecuador y adquirieron unas tierras cercanas a San Pablo, propiamente en el sitio Cangrejo Viejo, casi a un kilómetro del estero, que cuando es verano duerme sin aguas, pero en invierno fluye estrepitosamente y con gran fuerza, henchido por las lluvias hasta transformarse en torrente que muere en el mar. Allí construyeron una chocita de caña y vivieron felices, pintando y mirando la arena, el cielo y las olas. También alquilaban un departamentito en Las Peñas, limpio de muebles y otros artefactos innecesarios, pero frente al río que llevaba y traía los hermosos jacintos flotantes de tonalidades violetas, que de tanto admirar por las tardes, llegaron a amar.

Mucho más podría contar de ambos, mis amigos de siempre, ahora perdidos en la nebulosa del profundo misterio de la muerte de donde no se regresa sino en fracciones de recuerdos y en brazos de la magia divina de la mente y del dolor ardiente de nuestro corazón, pero no lo haré, por lo menos, no por ahora.